El Partido Popular tiene la fea costumbre de pegarse disparos en el pie. Y no uno sólo, sino que suele vaciarse el cargador de forma compulsiva, dejándose la extremidad convertida en un colador como en los viejos spaghetti western. Si editara un manual de “instrucciones infalibles para machacar a los propios y resucitar a los ajenos” lo convertiría en un best seller mundial de la actividad política. Debe ser una vieja tradición que impregna -como un olor acre- los pasillos de Génova 13, esa sede tenebrosa donde el Presidente del partido no se enteraba de los trapicheos del Tesorero, que trabajaba en el despacho de al lado.
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Jamás me he sentido un antisistema. Ni cuando era un jovenzuelo impulsivo que andaba descubriendo el mundo. El ansia de despotricar contra todo me ha parecido siempre un comportamiento pueril y de cobarde irresponsabilidad. Un síntoma evidente de eterna adolescencia, esa que -después que en la piel- genera acné también en las neuronas, y a muchos no se les cura ni traspasada la cincuentena.
La Presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet, ha decidido acabar con su prestigio a puntapiés. Y por partida múltiple, en un ejercicio político-futbolístico que no superaría ni su idolatrado Leo Messi. Pateó reiteradamente la Constitución cuando decretó el cierre parlamentario y sancionó dos estados de alarma y una cogobernanza con las Comunidades Autónomas, declarado todo inconstitucional por nuestro más alto Tribunal. Luego vino la sentencia por la patada -literal- a un policía del diputado de Podemos Alberto Rodríguez, que le supuso una condena firme del Tribunal Supremo por atentado contra la autoridad. Rodríguez fue condenado a una pena de prisión con la pena accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo (ser elegido para un cargo público) durante la condena. Aunque en la propia sentencia se acordaba la posible sustitución de la pena de prisión por una multa económica, ello no afectaba a la pena accesoria de inhabilitación.
Los accesos rodados a la capital balear reciben hoy a los conductores con unos enormes paneles blancos que dicen “Palma Ciutat 30”. Esa machacona leyenda hace referencia a la política de movilidad del consistorio municipal, en vigor desde hace casi un año, que pretende -en una ciudad de más de 400.000 habitantes- que ningún automóvil se desplace a más de 30 km/h, so pena de incurrir en cuantiosas multas que nuestro Ayuntamiento se está inflando a cobrar.
Poner a parir el capitalismo está de moda. En los foros más dispares. Para asomar la cabeza sobre el pozo de mediocridad que hoy nos invade, muchos escritores, artistas y comunicadores consideran conveniente criticar con saña la economía capitalista. Como si eso les proporcionara un salvoconducto de mejores personas o un carnet de concienciados sociales que abriera muchas puertas en la buenista sociedad actual. Hasta al Papa Francisco le conocemos declaraciones críticas con el sistema capitalista, que no todos los católicos hemos entendido en su verdadera intencionalidad.
No existe mejor manera de desenmascarar a un fanático que dejarle hablar. O callar durante interminables segundos ante una cámara fija. Especialmente si se siente protegido por su confortable entorno natural. Esa es la principal virtud del documental “Bajo el silencio” del corajudo director vasco Iñaki Arteta, proyectado el pasado jueves en la sala Augusta de Palma, en acto organizado por Sociedad Civil Balear. Una película estremecedora e inteligente donde, a través de las ingenuas preguntas formuladas por un joven graduado en periodismo de origen colombiano, el entorno abertzale va abriendo en canal -casi inconscientemente- sus miserias morales y, especialmente, su pavorosa simpleza argumental.
“La vida de los otros” es el título de un inquietante largometraje alemán estrenado en 2006, que obtuvo en el año 2007 el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Su trama se desarrolla en Alemania Oriental, y transcurre en los últimos años de existencia de la entonces llamada República Democrática Alemana, mostrando como el Estado, a través de la Stasi -su policía política- controlaba y espiaba la vida de todos sus ciudadanos para evitar desviaciones ideológicas, especialmente en los círculos intelectuales que podían poner en peligro al liberticida régimen comunista.
El problema de la vivienda es hoy uno de los más acuciantes para la sufrida juventud de nuestro país. Y nuestros políticos lo saben, de ahí sus recientes anuncios de Leyes supuestamente “mágicas” para intentar ponerle remedio. Pero -como siempre en los últimos tiempos-, si uno conoce bien la materia de que se trata, acaba dándose cuenta de que sus maniobras propagandísticas no ponen más que tiritas y mercurocromo sobre una enfermedad que precisa hospitalización y cirugía. Aunque a quienes miran habitualmente al dedo y nunca a la luna les deslumbren las continuas performances de nuestra sobreactuada izquierda actual.
El salto con pértiga constituye una de las disciplinas más complicadas del apasionante mundo del atletismo. Que ha generado históricamente, tal vez como respuesta del género humano a su reconocida dificultad, grandes talentos que marcaron época en el dominio de la disciplina. Desde el archiconocido saltador ucraniano Serguéi Bubka hasta la actual revelación mundial, el sueco Armand Duplantis, la prueba ha estado dominada de forma avasalladora por alguien que ha arrasado a sus rivales, y al que todos los demás competidores suelen mirar desde atrás.
En el debate filosófico entre el “homo homini lupus” de Hobbes y el “contrato social” de Rousseau yo, optimista ontológico, defiendo la dimensión social del ser humano. Creo que estamos hechos para vivir en sociedad, y que ofrecemos lo mejor de nosotros mismos en una comunidad regida por normas armónicas e integradoras. Aunque los sentimientos de pertenencia del individuo a su comunidad y la influencia que ésta transmite hacia sus miembros deben tener unos límites saludables. Que alguien ame lo suyo -y a los suyos- de una forma intensa y entrañable resulta conveniente. Que ese amor presente rasgos obsesivos o exagerados que impliquen ensimismamiento y desprecio por lo ajeno comienza a ser una desviación poco recomendable. Pero amar lo propio de una manera excluyente, odiando y repudiando lo diferente, revela una grave patología social.