En el debate filosófico entre el “homo homini lupus” de Hobbes y el “contrato social” de Rousseau yo, optimista ontológico, defiendo la dimensión social del ser humano. Creo que estamos hechos para vivir en sociedad, y que ofrecemos lo mejor de nosotros mismos en una comunidad regida por normas armónicas e integradoras. Aunque los sentimientos de pertenencia del individuo a su comunidad y la influencia que ésta transmite hacia sus miembros deben tener unos límites saludables. Que alguien ame lo suyo -y a los suyos- de una forma intensa y entrañable resulta conveniente. Que ese amor presente rasgos obsesivos o exagerados que impliquen ensimismamiento y desprecio por lo ajeno comienza a ser una desviación poco recomendable. Pero amar lo propio de una manera excluyente, odiando y repudiando lo diferente, revela una grave patología social.

Aunque ya lo habrán adivinado leyendo mis escritos, me considero esencialmente un liberal. Por encima de credos, siglas e ideologías. Y, como tal, un ferviente defensor de la libertad individual. Aunque la que algunos dicen promover, esa libertad rebañega de los pueblos elegidos por los cuatro dedos ensangrentados de algún friki medieval tipo Guifré el Pilós, en nada se parece a lo que es realmente ser libre. Se trata de una liberación carcelaria en la que te mimetizas con el aullido telúrico de la tribu o estás muerto, por lo menos laboral y civilmente hablando. Por ello, me genera urticaria que políticos iluminados -o las Administraciones públicas- más allá de proporcionarme los elementales accesos a la educación, a la salud, al libre desplazamiento y a la seguridad personal, me digan qué idioma tengo que hablar, qué debo leer, dónde debo informarme, por dónde puedo circular o lo que consideran correcto que deba pensar. Todo eso no libera. Esclaviza.

Desde un punto de vista intelectual -no desde una óptica social, familiar o espiritual- me considero un ser individualista. Me espantan los rebaños y me encanta buscarme la vida solo, en compañía de quien yo elijo. Por la educación que he recibido, me avergonzaría sufragar mis obsesiones personales, mi incompetencia o mis fracasos con cargo al sufrido bolsillo de mis conciudadanos. Cosa que muchos hacen con una desfachatez insultante, aunque todos sepamos que ese dinero debería destinarse a cosas más importantes que mantener a tanto inútil paniaguado.

Ese individualismo innato me hace rechazar militancias gregarias, opiniones en coro, refugio en los aullidos de la multitud. Me gusta expresarme sin portavoces, sin eslóganes, sintiéndome libre para pensar y ejercer cualquier crítica. En mi mente mando yo. Por ello, abomino de la férrea doctrina que imponen los nacionalismos identitarios. Me parecen, junto con el comunismo, unas de las peores lacras de la historia de la humanidad. Que, aparte de marginar o eliminar a los disidentes, cercenar los valores individuales y fomentar la existencia de una masa irracional, sólo han generado odio, discriminación, miseria y millones de muertes.

George Steiner consideraba que las reivindicaciones nacionalistas y los odios étnicos eran la carcoma de Europa. E Isaiah Berlin escribió que “el nacionalismo es sin duda la más poderosa y quizás la más destructiva fuerza de nuestro tiempo. Si existe el peligro de aniquilación total de la humanidad, lo más probable es que dicha aniquilación provenga de un estallido irracional de odio contra un enemigo u opresor de la nación, real o imaginario…. Quizás la humanidad viva lo suficiente para ver el día en que el nacionalismo parezca absurdo y remoto, pero para ello deberemos entenderlo y no subestimarlo; y es que aquello que no es comprendido no puede ser controlado: domina a los hombres en lugar de ser dominado por ellos”.

El nacionalismo actual me parece una superstición -construida por la educación y la propaganda mediática- que combina peligrosamente elementos del complejo de inferioridad con otros del de superioridad, haciendo que personas mediocres se crean -sorprendentemente- miembros de una raza superior. Un aldeanismo trasnochado y racista manejado por mindundis acomodados que, como decía el gran Albert Soler Bufí, el Montaigne de Girona, “se han cansado de vivir bien”. Una llamada oportunista al amparo protector de la tribu para, aprovechando miedos y frustraciones de la gente, camuflar -en una masa enfervorizada por mitos y mentiras combinados- las miserias, la codicia y la corrupción de sus dirigentes. Casos dramáticos encontramos en la historia con un denominador común: líderes sin escrúpulos dirigiendo un pueblo enardecido hacia la catástrofe política y la fragmentación social.

Seguramente -como explicó el propio Berlin– los liberales han subestimado siempre el nacionalismo, calificándolo como un apego sentimental que se iría debilitando a medida que las personas tornasen más cultivadas y cosmopolitas, y las sociedades estuviesen mejor conectadas. Ya el propio filósofo nos advirtió a todos de que -por el contrario- el nacionalismo sería la previsible respuesta de muchas colectividades frente al fenómeno de la globalización. Haciendo una inevitable comparación con dramas ya conocidos, el historiador Álvaro Lozano, autor de “La Alemania Nazi”, advirtió de lo que sucede “cuando sectores de las élites y las masas de gente corriente deciden renunciar a sus facultades críticas universales a favor de una política basada en la fe, el odio y una autoestima sentimental colectiva de su raza y nación”. Y remató diciendo: “aunque la Historia no se repita, a veces rima. Y los paralelismos con ciertos sistemas políticos actuales no son difíciles de trazar”.

Antonio Escohotado, en sus recientes conversaciones con Ricardo F. Colmenero, definió jocosamente a los independentistas vascos y catalanes como “una pandilla de tipos feos y mediocres” que parecen salidos de “un concurso de desfavorecidos naturales”. Sin llegar a los sarcásticos calificativos del brillante intelectual autoexiliado en una cabaña de Ibiza -ya de vuelta de todo- cualquier mente despejada entenderá que el principal objetivo de la vida de alguien no puede ser una lengua, una bandera o una raza. Eso revela algún tipo de patología, además de una insana afición al tribalismo y a la sumisión. Si quieren ser ustedes súbditos de una banda de mindundis, háganse nacionalistas. El nacionalismo esclaviza. Jamás ha liberado a nadie.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 4 DE OCTUBRE DE 2021

 

Por Álvaro Delgado Truyols