La locución latina que encabeza este artículo, que significa “siempre así con los tiranos”, ha sido solemnemente pronunciada varias veces a lo largo de la historia, en especial para justificar algún magnicidio. La primera vez, por Marco Junio Bruto al apuñalar a Julio César en el Senado de Roma, el 15 de marzo del año 44 antes de Cristo. La segunda (dicha expresión es el lema que figura en el escudo del estado norteamericano de Virginia, bajo la imagen de un tirano sometido por un hombre libre que representa una alegoría de la virtud) por el actor de teatro sudista John Wilkes Booth, tras disparar un tiro en la cabeza de Abraham Lincoln el 14 de abril de 1865, en el Teatro Ford de Washington. Y también la usó el escritor ecuatoriano Juan Montalvo para referirse a la muerte a tiros y machetazos del Presidente conservador Gabriel García Moreno, en el Palacio Presidencial de Quito, a manos de un grupo de jóvenes opositores el 6 de agosto de 1875.

Pero lo más curioso de todos esos casos no es el uso verbal de una antigua expresión en latín en un momento de gran intensidad dramática, cosa que resulta muy teatral pero tal vez poco inteligible, sino el peculiar concepto de “tiranía” que combatían los asesinos respectivos. Quienes, las más de las veces, sólo pretendían sustituir la de un gobernante anterior por la suya propia. Especialmente llamativo resulta el caso de Lincoln, al que los sudistas llamaron tirano por abolir la esclavitud y mantener la unidad de su nación, la primera concebida como una auténtica democracia en toda la historia de la humanidad. Como pueden ustedes comprobar, el concepto de tirano es “discutido y discutible” (tomo prestada la frase del inefable Rodríguez Zapatero, refiriéndose en su día al concepto de “nación”) y depende más de las filias propias y las fobias ajenas que de los hechos objetivos y constatables.

Toda esta panorámica histórica me sirve para introducir el tema que hoy les quiero comentar, mucho más cercano a nuestra acongojante realidad que a esos dramáticos acontecimientos antes narrados, ya lejanos y difuminados por el tiempo. Y ese tema, que fue comentado inteligentemente hace unos días en un activo chat de Sociedad Civil Balear por mi amigo Alejandro Font, gran experto en temas de comunicación, es la facilidad con que la gente acepta que le recorten sus derechos y libertades fundamentales siempre que el acto de tiranía sea ejecutado por alguien que considera “de los suyos”. Cuestión que merece, por lo insólita y descabellada que parece, una profunda y pausada reflexión.

Tras reiterarse una serie de “tics” autoritarios por parte del Gobierno de Sánchez e Iglesias, que afectan a TVE, a la Fiscalía General, al CIS, al Poder Judicial, al Ministerio de Sanidad, a la Comunidad de Madrid, a la Guardia Civil o a la prolongación por seis meses del estado de alarma (para aprobar indultos, Presupuestos y cambios judiciales sin pasar por el Parlamento), he podido contemplar algunas reacciones en medios de comunicación y redes sociales que me han dejado perplejo. Recuerdo a un tuitero llamado Carlos AC que, perdida ya cualquier capacidad de argumentación, escribió “seguiré votando al PSOE, aunque mis hijos se mueran de hambre”. El tuit tuvo un montón de likes, y revela la capacidad de sectarismo, obcecación e insana polarización que hoy afecta a la sociedad española. Como también lo demuestra Pedro Almodóvar quien, recientemente entrevistado en el diario El Mundo, afirmó que “la derecha que tenemos imposibilita totalmente cualquier acción por parte del Gobierno; es una desgracia similar a la pandemia”. Esas expresiones demuestran que hay mucha gente dispuesta a sacrificar -a cambio de nada- sus derechos y libertades fundamentales por un dictadorzuelo de tres al cuarto al que considera simplemente “suyo”, y aunque éste sólo actúe así para agarrarse al sillón.

Las libertades de que actualmente gozamos en las democracias modernas no son consustanciales al género humano. Más bien lo contrario. Tener derecho a elegir a quienes nos gobiernan, a una pensión al jubilarnos, a una prestación por desempleo, a la libre expresión, a una sanidad y educación gratuitas, a pasear libremente por nuestras calles con una seguridad garantizada por el Estado, a una Justicia independiente, a unos medios públicos de transporte, y a tantas otras cosas de las que hoy disfrutamos en los países occidentales resulta algo excepcional y novedoso en la larga historia de la humanidad. La gente ha sufrido más siglos de hambre, pillaje, violencia, guerras, miseria, opresión y tiranías que disfrutando de la confortabilidad de los modernos Estados del bienestar. Nuestros derechos fundamentales y comodidades actuales representan una excepción histórica, y no la regla general.

No ser capaces de valorar lo que hoy hemos conseguido, teniendo en cuenta que hace escasos 80 años (aún queda gente que la vivió) sufrimos una terrible Guerra Civil que causó más de un millón de muertos en nuestro país, es de auténticos descerebrados. No se trata ya de opciones políticas -que afortunadamente cada uno puede tener la suya- sino de la supervivencia de todo un sistema que nos ha proporcionado la mayor etapa de paz y prosperidad que jamás hemos conocido. Y que algunos ponen hoy en cuestión por simples razones espúreas e intereses puramente coyunturales: mantenerse como sea en el poder.

Muchos creen que perderlo todo no podría sucedernos en España. No conocen bien la historia, ni los acontecimientos acaecidos -no hace demasiados años- en algunos otros países hermanos. El escritor venezolano Moisés Naím, en su novela “Dos espías en Caracas”, describe magistralmente como una sociedad próspera y desenfadada cae paulatinamente bajo las tiránicas garras de un charlatán populista y carismático (el difunto Hugo Chávez), de las cuales cuesta décadas de sangre, miseria y violencia poderse liberar. Y aún no se ha conseguido. Entiendan este artículo como un aviso a navegantes. Las tiranías reales se justifican siempre apelando a nobles sentimientos y atacando a otras imaginarias. No caigan ustedes en la trampa de Bruto, de Booth o de nuestros amigos venezolanos.

Por Álvaro Delgado Truyols