El Presidente, según describen de una forma coincidente desde hace años buena parte de medios de comunicación y redes sociales, presenta las siguientes características personales y políticas:

– Es un tipo pagado de sí mismo, narcisista, ególatra, jactancioso y chulesco, que exhibe un carácter y una educación bastante mejorables.

– En su vida pública miente habitualmente y con descaro absoluto, destrozando la hemeroteca sin cesar, aunque luego pretende luchar contra lo que llama las fake news.

– Se ha esforzado en polarizar a la sociedad nacional en dos bandos de una forma exagerada, haciéndolos difícilmente conciliables y resucitando odios y rencores.

– Minimizó en varios momentos la importancia social y sanitaria del coronavirus, hasta que las circunstancias le desbordaron manifiestamente.

– Suele mostrarse despectivo y tramposo con sus rivales políticos, menospreciando su papel como oposición, incluso sus principios democráticos.

– Ha deteriorado considerablemente la imagen exterior de su país, perdiendo la credibilidad en muchos foros e instituciones internacionales.

– Se muestra incapaz de pactar con la oposición ni de hacer ningún tipo de concesiones, exigiendo siempre como premisa un sometimiento pleno a sus postulados y amenazando con tomar atajos legales.

– Manipula a su conveniencia la legalidad constitucional haciendo un uso al límite, rozando con lo abusivo, de todos los resortes del poder.

A todos ustedes les han metido en la cabeza que esta larga retahíla de caracteres negativos, que dibujan -a vuelapluma- a un personaje público bastante poco recomendable, define perfectamente a Donald Trump. Desde los pies hasta su reconocible tupé colorado. Un tipo despreciado hasta la náusea por la dominante progresía internacional, que es la que controla la mayor parte de los medios de comunicación y redes sociales en el mundo. Pero tal vez no se hayan parado a pensar, ofuscados por los mensajes que continuamente reciben, que la personalidad de nuestro Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, encaja como un guante en todas y cada una de las descripciones anteriores. No es que se le aproximen, sino que le van clavadas. Todas. ¿Por qué, entonces, cuando Trump se muestra en público tal como es resulta un político despreciable, mientras que cuando Sánchez hace exactamente lo mismo -aunque desde una ideología contraria- aparece como un líder respetado por la opinión pública mundial? Párense un momento a pensar en ello. ¿Será cuestión de que, aunque resulten dos impresentables, las ideas de uno son mejores que las del otro? Pero, mejores ¿para quién?

La inesperada fortaleza de Donald Trump en las recientes elecciones norteamericanas ha desenmascarado a mucho listo. A todos esos que confunden su voluntarismo y su visión sesgada de la política con la vida real más allá de nuestras fronteras. Demostrando, además, lo poco y mal que se conoce en España a los Estados Unidos de América. Por ello, muchos ilustres “progres” nacionales e internacionales acaban de hacer un ridículo espantoso. Y tengo que advertirles que yo no soy fan del histriónico Presidente norteamericano, que me parece -en lo personal- un tipo maleducado, egocéntrico y absolutamente irrespetuoso. Alguien en las antípodas de lo que yo valoro en cualquier persona, pública o privada. Pero resulta que quienes le tienen que valorar son sus conciudadanos, y no yo, ni quienes vivimos al otro lado del mundo. Cosa que muchos espabilados en España se han resistido mucho tiempo a asimilar, acostumbrados a moldear a su gusto hasta como tienen que ser sus enemigos.

La dominante izquierda internacional hace tiempo que se cree con el derecho absoluto a decir cómo tiene que ser la derecha. Para otorgarle esas credenciales democráticas que se cree poseer en exclusividad. Y hace pensar a la gente -erróneamente también- que todo el mundo está dispuesto a pedir perdón por ser mayoritariamente de raza blanca, anglosajón, cristiano o heterosexual. Cosa que no funciona exactamente así. Y menos en la América profunda. El orgullo del pueblo norteamericano, que es la única república democrática que nació y fue concebida como tal -hace ahora la friolera de 244 años- no se elimina de un plumazo con movimientos identitarios y ñoñerías típicas de políticos de salón. Su elevada conciencia de gran país -y de democracia antigua y consolidada- ha resultado estar aún bastante por encima de revisionismos absurdos y auto-odios inoculados por campañas iconoclastas con claras intenciones desestabilizadoras del capitalismo y la civilización occidental.

Aunque a ustedes les hayan contado todas las cosas malas de Donald Trump, que las tiene y las seguirá teniendo, tomen nota de algunas buenas: a pesar de sus exabruptos y su diplomacia “estilo Neanderthal” -como la definió acertadamente Fernando del Pino– es el único Presidente de los Estados Unidos que -en muchas décadas- no sólo no ha iniciado ninguna guerra sino que ha repatriado más tropas del exterior, en gran contraste con lo que hicieron los idolatrados Obama y Clinton; o sea, ha sido el Presidente menos imperialista de todos los recientes. También ha cumplido al dedillo todas sus promesas electorales, bajando los impuestos y reduciendo todo el batiburrillo normativo que lastraba la actividad económica norteamericana. La economía y la bolsa han funcionado como un tiro, y el paro lo redujo a un irrisorio 3,5% antes del coronavirus. Ello importará poco a este lado del Atlántico pero resulta fantástico para muchos de los suyos, que son quienes realmente le tienen que valorar.

La previsible derrota de Trump me produce sentimientos encontrados. Supongo que tendrá cosas buenas y malas para España. Y también para la política internacional. Mejorarán probablemente las relaciones comerciales entre Europa, China y los Estados Unidos, dado el exacerbado proteccionismo que el derrotado Presidente llevaba por bandera, suponiendo un freno para las exportaciones de los mejores productos españoles. Pero me preocupa enormemente pensar en el alivio que debe haber experimentado el dictador Nicolás Maduro, y los demás representantes del comunismo internacional. A quienes en el recuento no les llegaba la camisa roja al cuerpo. Por la que hubieran recibido en el segundo mandato de un tipo que ya no podía ser reelegido, y que hubiera actuado en muchos ámbitos con bastante mayor libertad.

Por Álvaro Delgado Truyols