La expresión latina que sirve de título a este artículo recoge un principio fundamental del Derecho contractual romano, que constituye la base sobre la que se asientan el Derecho civil y el internacional de nuestros días. Fue una creación del insigne jurista Ulpiano introducida en el Digesto, compendio jurídico elaborado en tiempos del emperador bizantino Justiniano, y significa literalmente “los acuerdos deben ser respetados”. Lo que nunca pudo imaginar un veterano hombre de leyes como yo es que un día vería invocar frente al Presidente del Gobierno de España esa vieja locución romana -referida al compromiso de derogar la reforma laboral- a dos próceres del Derecho como Pablo Iglesias y Arnaldo Otegui, cuya trayectoria vital se parece como un huevo a una castaña a la de dos ciudadanos amantes de la Ley y respetuosos con el cumplimiento de las normas jurídicas. Menudos tiempos extraños nos toca experimentar en los que el Presidente de nuestro Gobierno se salta una norma tras otra, mientras que la simpática pareja formada por Mr. Escrache y Mr. Tiro en la Nuca se nos han vuelto fans de Justiniano. Vivir para ver.

Y es que en este país nuestro tenemos casi todos los principios del revés. Aunque, ciertamente, somos una sociedad desconcertante porque, por un lado, idolatramos a personajes ejemplares como Rafa Nadal, Pau Gasol o Andrés Iniesta, cuyo comportamiento deportivo y sus valores personales nos parecen -con toda la razón- dignos de la mayor admiración, mientras que en temas más transcendentes, como la gestión del Gobierno de nuestra nación, nos entregamos sin pestañear a trileros que hacen de la mentira, la torpeza y el engaño una forma de vida. Mientras los hinchas del Real Madrid, del Atlético de Madrid, del Espanyol o del Betis fueron capaces de despedir a un rival como Iniesta con sus estadios puestos en pie, los colores y las banderas se están mostrando mucho más polarizados, crispados e impermeables en el terreno de la política. Y así contemplamos a diario defensas numantinas, alentadas de forma continuada en redes y medios de comunicación debidamente subvencionados, de un incompetente engreído y amoral -cuya única verdad vital es que te va a engañar en cuanto pueda- realizadas por sujetos que, simplemente, no soportarían tener en La Moncloa a cualquier tipo honrado que fuera de otro color. Resulta triste que los valores que admiramos con pasión en el deporte o en otros campos de la vida no nos sirvan para la cosa pública. Qué extraño y desconcertante resulta, a veces, el pueblo español.

¿Por qué somos capaces de reconocer el señorío y la decencia en ciertos ámbitos y no en otras esferas más importantes de la vida como la política o el mundo empresarial? ¿Por qué hay mucha gente que odia visceralmente, sin motivos objetivos, a emprendedores de comportamiento ejemplar como Amancio Ortega o Juan Roig? ¿Qué irresponsables envenenadores de conciencias educan a nuestros chavales para que esto suceda de esta manera? Los spin doctors que manejan la opinión pública española llevan algunos años inoculándonos un elaborado relato -trufado de odio de clase, sectarismo y rencor- utilizado como arma política y de ingeniería social para obtener réditos electorales. En sus confortables despachos, tipos tan bien pagados como Iván Redondo planifican que la polarización de la sociedad y la crispación callejera -que impulsan a través de sus terminales afines engrasadas con el dinero de todos- sean las claves de la permanencia en el poder de quienes carecen de talento y principios para ejercerlo de una forma más honorable. De ahí los constantes bandazos políticos y los incesantes atentados a la hemeroteca. El fin parece justificar para ellos cualquier medio. Aunque sea destrozar la convivencia en nuestras calles, tal como hicieron en su día -con éxito- los separatistas catalanes para sacar adelante su procés.

Deben abrir los ojos a todo esto, amigos, y mirar bien al dedo cuando algunos les señalan la luna. En la España actual no estamos inmersos en una lucha ideológica al estilo de las que conocimos en el siglo XX. Todo lo que nos pasa va bastante más allá. La apelación a las viejas ideologías es el Netflix que nos colocan para que vivamos enfrentados y no tengamos ideas propias. Para que tomemos partido por uno de los bandos y dejemos de pensar. Para que nos crispemos en las redes y en las calles luciendo viejas banderas mientras algunos mantienen el sillón. Vivimos inmersos en una lucha despiadada por el poder cuyo terreno de juego son millones de ciudadanos polarizados y manipulados por hábiles propagandistas que narcotizan neuronas apelando a sentimientos. Esto ya no va de rojos contra azules. Va de conseguir votantes fanatizados alérgicos a los libros y adictos a televisiones y a tuits incendiarios. Va de estimular las mentes simples y las decisiones viscerales. Y va también de apelar a los más bajos instintos para conseguir un jaque mate a todo el régimen actual, que nos ha brindado a los españoles la mayor etapa conocida de paz y prosperidad. El pacto de Sánchez con Bildu es el mejor ejemplo de todo ello. Sólo recuerden ustedes que, cuando la infame división de Alemania, se denominaba “República Democrática” a aquella que tenía un muro con alambradas y ametralladoras para que sus habitantes no pudieran salir. No se dejen convencer por las habituales perversiones infantiles del lenguaje político.

Volviendo a la expresión latina con la que comenzaba estas reflexiones, nuestra Constitución y nuestro Código Penal son también importantes pacta, que fueron aprobados por una mayoría parlamentaria que representaba a todos los españoles. Y nunca les importó a Otegui ni a Iglesias que tales pacta fueran servanda. Ahora esgrimen el viejo latinajo cuando se han pasado toda su vida las reglas por el forro. Tomen ustedes buena nota de qué va este presunto “Gobierno de Progreso”. Antes de que sea demasiado tarde.

Por Álvaro Delgado Truyols