Voz engolada y gesto compungido al comenzar la sesión parlamentaria: “Me quería referir al caso de Igor González Sola, al preso de la banda … (pausa)… ETA, que se suicidó la semana pasada en la cárcel donostiarra de Martutene. Y quiero antes que nada decir algo obvio…. (pausa)… y es lamentar profundamente su muerte…. (pausa)… Lo lamento…”.

Estas palabras textuales las pronunció -con su habitual falta de empatía y fingida teatralidad- Pedro Sánchez, Presidente del Gobierno de España, en su comparecencia ante el Pleno del Senado del martes 8 de septiembre de 2020, el día de la reapertura de las sesiones parlamentarias. Las pueden ustedes visionar y revisar, en cualquier momento, en numerosos videos colgados en YouTube. Y pueden, además, recrearse estupefactos ante la reiterada impostada escenificación de que suele hacer gala nuestro primer gobernante, llevada -en este desafortunado supuesto- a su máxima y despreciable expresión.

“La delgada línea roja” es una película bélica que se estrenó en 1998, dirigida por el excelente Terrence Malick, que narra los desgarros interiores generados por las miserias humanas que se experimentan en un conflicto armado, en este caso la conquista de la isla de Guadalcanal (situada en las Islas Salomon, en el Océano Pacífico occidental) por una compañía de marines norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial. La compleja trama, que se desarrolla en un ambiente bélico pero resulta ser un magistral retrato de personalidades y una descripción detallada de las mayores virtudes y defectos del género humano, tiene como protagonista al desertor soldado Witt (interpretado por Jim Caviezel), y su dura peripecia frente al ejército imperial japonés. La referencia a la línea roja, procedente de un viejo episodio de la Guerra de Crimea que fue comentado hace un tiempo -con su habitual brillantez- por mi compadre José Manuel Barquero, es una muy gráfica alusión a la división entre lo racional y lo irracional en el drama íntimo que genera la guerra en todos sus protagonistas. El gran mensaje que transmite la extraordinaria obra de Malick es que, cuando alguien encara la muerte de una forma real e inmediata, todos los valores y sentimientos en la vida cobran de repente un significado distinto. Y, en esos momentos, aparece lo mejor o lo peor que uno lleva dentro.

Pedro Sánchez, en su afán desmedido para mantenerse en el poder, lleva tiempo coqueteando con todas las líneas rojas imaginables, pero el martes 8 de septiembre de 2020 las traspasó -para mí- de una manera indigna, apareciendo a la vista de los españoles lo peor de un personaje lamentable. Su mensaje teatral (todo en él me resulta antinatural y fingido), que parecía ensayado con las pausas necesarias para no pronunciar en ningún momento la fatídica palabra “terrorista”, aparentando así solemnidad y sentimiento, ha producido verdadera conmoción en buena parte de la sociedad española. Y no por lo que supone de lamento hacia la muerte de un ser humano, que un témpano sin escrúpulos como nuestro actual Presidente estoy seguro de que ni siquiera sentía de corazón.

La de Sánchez fue una representación indignante por lo que implica de humillación innecesaria a las 864 víctimas mortales causadas por ETA (bastantes de ellas integrantes de su propio partido), de sumisión del máximo responsable de nuestro ejecutivo al relato blanqueador del terrorismo etarra que hoy se impone interesadamente y, también, de trato de igual a igual dispensado por el Gobierno español a los representantes de una banda de delincuentes -a quienes todos pagamos un sueldo- que nunca se han arrepentido de sus crímenes. Todo ello con el fin exclusivo de intentar asegurar 5 votos favorables de Bildu (que son los Diputados que tienen en el Congreso) a los Presupuestos Generales del Estado -que le garantizarían a Sánchez 40 meses más en la poltrona- si le fallan por cualquier causa los 10 escaños de Ciudadanos.

Alejo Vidal-Quadras, una de las mentes más lúcidas y formadas que han pasado por la política española, eliminado por brillante -cómo no- en su momento por el aparato de su partido y por petición expresa de Jordi Pujol a José María Aznar, escribió en redes sociales -dos días después de la infamia de Sánchez– el siguiente tuit: “Cuando el terrorista del IRA Bobby Sands falleció por su huelga de hambre en 1981, la Primera Ministra Margaret Thatcher declaró: “Él ha podido elegir su manera de morir, oportunidad que no dio a sus víctimas”. Esa es la diferencia entre una estadista y el saltatapias que habita en La Moncloa”.

Resulta difícil definir mejor el miserable comportamiento de nuestro gran “estadista” nacional. Porque en la vida y en la política, aunque la educación y los medios de comunicación actuales parezcan despreciar olímpicamente los viejos valores de siempre y ensalzar como meritorios los comportamientos amorales de mindundis oportunistas, muchos pensamos que no debe valer todo. Y menos el desprecio a la vida y el sacrificio de casi mil compatriotas inocentes, bastantes de ellos mujeres y niños ajenos a cualquier actividad policial. Por cierto, deben ustedes saber que el llorado Igor González Sola no era un activista de retaguardia, ni un joven soñador engañado por nobles ideales en la defensa del pueblo vasco. Fue miembro activo del comando que secuestró y asesinó vilmente, en 1997, al concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco, causando una conmoción sin precedentes en todo el pueblo español.

Por todo lo que les acabo de exponer, y aunque los muchos medios afines hoy a Moncloa pasen rápidamente página sobre un episodio tan lamentable -la sordomudez alimenticia y miserable de buena parte del periodismo español merece una larga reflexión aparte- el gesto de Sánchez me produce arcadas. Traspasar todas las líneas rojas imaginables por mera estrategia política, poniendo de manifiesto su desmedida ambición y la espeluznante ausencia de valores en la que fue educado, retrata al personaje de manera inmisericorde. Aunque le permita conseguir su único objetivo vital, que es seguir siendo Presidente unos meses o años más. Les confieso que nunca en toda mi vida había sentido repugnancia parecida hacia un gobernante.

Por Álvaro Delgado Truyols