Cuando el filósofo Herbert Marshall McLuhan, experto en teoría de la comunicación, acuñó en 1962 el término “aldea global” para explicar la influencia de los medios audiovisuales en la globalización del mundo, poco podía sospechar el alcance que iba a tener ese concepto. Resulta evidente que el pensador canadiense hablaba de “aldea” para anticiparnos lo que veía venir con el desarrollo de los mass media: una sociedad interconectada que generaría una comunicación universal de tendencias y servicios, que interactuarían en un mundo globalizado por los medios, poniéndolos al alcance de todo el orbe.
Pero décadas más tarde llegó internet, fenómeno que McLuhan no pudo conocer, ya que falleció en 1980. Y, entonces, ese proceso de globalización de las tendencias humanas se aceleró de forma exponencial, produciéndose con los años una peculiar involución que ha convertido en sorprendentemente profética -pero en una acepción negativa- la predicción “aldeana” del ilustre profesor. Porque las redes sociales han convertido hoy el mundo en un pequeño pueblo globalizado, en una auténtica “aldea”, aunque entendida en su peor versión. El menos agradable de los espíritus aldeanos se está adueñando de nuestras vidas -por influencia de medios digitales y redes sociales- con el auge de populismos y movimientos identitarios, la homogeneización simplona de hábitos de consumo y estilos de vida, la anulación de toda reflexión crítica, y la extensión de una uniformidad de pensamiento que fomenta el espíritu de la tribu: el desprecio de los “ajenos” y la aceptación social e intelectual sólo de los “propios”. La previsión positiva de McLuhan ha degenerado en el menos favorable de los escenarios posibles.
Vivimos en 2020 la peor expresión de la globalización que jamás hubiéramos podido imaginar: la enfermedad del coronavirus. Una epidemia realmente global, pero que no está golpeando con la misma severidad en todos los países. España, con las más catastróficas cifras europeas en materia sanitaria y en deterioro económico, da muestras reiteradas de estar afectada por el peor de los espíritus aldeanos en los momentos más críticos de la gestión de la pandemia. Aquí despreciamos desde el principio el uso de mascarillas y de tests sanitarios porque, simplemente, no disponíamos de ellos. Después sufrimos el confinamiento más severo del mundo, con resultados devastadores para nuestra economía, que además no ha frenado el contagio de la enfermedad. Y luego nos sorprenden unos gobernantes, obsesionados por vendernos su insoportable relato, que se dedican a responsabilizarse los unos a los otros, y todos a los ciudadanos, de lo que ellos no han sabido gestionar.
Las cifras nos dicen que la pandemia está golpeando con mayor dureza las Comunidades más visitadas de España, especialmente aquellas que concentran los mayores aeropuertos o redes de comunicaciones, como Madrid, Cataluña o Baleares. Los aeropuertos españoles están siendo, a diferencia de muchos extranjeros, vías de entrada indiscriminadas para todo tipo de personas a quienes no se realiza ningún control. Siendo la balear una Comunidad turística, las clínicas privadas de las islas solicitaron a AENA -la entidad gestora de los aeropuertos de todo el Estado- que les dejara hacer test PCR a todos los visitantes llegados a Son San Juan -a un precio módico- para conseguir unas islas más seguras y mejor controladas frente a la enfermedad. Y el déspota Sánchez, que ahora manda en AENA y en todas partes, les dijo que no. Intentaron luego la mediación de la escondida Armengol, quien se quitó de en medio sabiendo cómo se las gasta con quienes le llevan la contraria el engreído y rencoroso habitante de La Moncloa. Ninguno de los dos quiso dar esta oportunidad a la medicina privada para garantizarnos unas islas más seguras, ya que, en su opinión, “ello ponía en evidencia a la sanidad pública”. Para ellos, su ideología está antes que la gestión, y la enfermedad por encima de la salud -física y económica- de los baleares y de quienes nos visitan. Aquí tienen la más perfecta descripción de la “aldea” en la que estos tipos nos tienen inmersos.
Otra “aldea” cercana que parece no tener remedio es la de Cataluña. Mientras sus políticos son incapaces de alejar la mirada de su ombligo, fomentando sin cesar insufribles discusiones entre JxCat, PdCat, CatComú, CUP, ERC, CNxR o Junts per la Escalivada, la principal entidad financiera de la Comunidad -temporalmente domiciliada en Valencia- ha anunciado su fusión con Bankia. CaixaBank ha sido y es una institución en Cataluña, que ha vertebrado financieramente su territorio desde hace muchísimas décadas. La mayor parte de los catalanes tienen sus ahorros e inversiones allí. Y se va a fusionar con una entidad madrileña, para formar el mayor banco de España, sin que se haya enterado el President de la Generalitat, al que nadie ha tenido el menor interés en avisar. Lo que muestra su irrelevancia abismal y el grado de ensimismamiento en que viven hoy los políticos catalanes, incapaces de atender a nada que no tenga que ver con su enfermizo procés.
La última muestra de aldeanismo que hoy les quiero comentar es la discriminación de la escuela concertada. Los actuales Gobiernos progresistas la tienen enfilada desde hace tiempo, pese a que una plaza en ella cuesta a la Administración la mitad que en un colegio público (6379 euros frente a 3249), y que suprimirla supondría a nuestra Conselleria de Educació un coste inasumible de 179 millones de euros para acoger a 49000 alumnos (cifras publicadas por PLIS), además de construir los centros necesarios para ello. Mientras a escondidas los políticos de izquierdas llevan a sus hijos a la concertada, mediáticamente la denigran ya que representa una huida del adoctrinamiento habitual en buena parte de la escuela pública, que sirve a sus oscuros intereses de ingeniería social. Por ello, la justificación de la escuela concertada no es sólo económica. Como ha reconocido el Tribunal Supremo, responde al derecho constitucional de libertad de elección de centro y de tipo de educación por parte de las familias. Para huir así de la triste “aldea” en la que, a la fuerza, nos quieren tener inmersos.
Por Álvaro Delgado Truyols
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