El llamado “sesgo retrospectivo” es un comportamiento de la mente humana por el cual se juzga el pasado con los ojos del presente, creando una memoria distorsionada que cree haber vivido situaciones diferentes a las reales. Se da en historiadores cuando describen el resultado de una guerra, en médicos cuando recuerdan el resultado de un ensayo clínico, en periodistas cuando rememoran hechos pasados, o en el sistema jurídico cuando se imputa a alguien una responsabilidad.

En la actualidad sufrimos una epidemia colectiva de un llamativo prejuicio victimista y retrospectivo. Escribió Valentí Puig en El País que “El victimismo es el mejor blindaje para no practicar la autocrítica. Cuando la culpa siempre es del otro, la vida es más llevadera y políticamente rentable. Mientras tanto, los conflictos de una sociedad van posando y se enquistan hasta que la aparición de anticuerpos implanta la confrontación allí donde hacía falta pactar”. Hoy está de moda resucitar grandes agravios del pasado, muchos de los cuales hunden sus raíces en unas causas tan confusas o remotas que resultan difíciles de justificar: Un criollo llamado López Obrador acaba de pedir a España que se disculpe de la colonización mexicana ejecutada por sus propios antepasados hace cinco siglos. En las redes sociales encontramos antifranquistas acérrimos que no habían nacido cuando murió el dictador, o cuyas familias vivieron confortablemente en sus 40 años de gobierno. A republicanos que sufrieron la guerra, se reconciliaron y pasaron una larga vida en paz les aparecen ahora nietos traumatizados por heridas que su abuelo hace siete décadas que curó.

Otro claro ejemplo de utilización continua de un victimismo crónico es el de los nacionalismos excluyentes. El independentismo basa sus fundamentos teóricos y sus argumentos prácticos en la exhibición pública de una colección de agravios infligidos por una cruel y despiadada potencia dominante. Todas esas ofensas “históricas”, debidamente cocinadas a través de la educación, los medios de comunicación y las redes sociales, conducen inexorablemente al enardecimiento y a la manipulación de las masas en el sentido que los iluminados dirigentes quieren. La nula capacidad de autocrítica, la incultura generalizada, la frustración por las situaciones de crisis y las falsas promesas de una vida mejor una vez “liberados” del yugo opresor hacen todo lo demás. No hay mejor ejemplo que el lema “Espanya ens roba” -creado por el notario Alfons López Tena, al que España nunca robó nada- cuando se ha constatado que quien trincaba -aunque con mucho “seny”- era la intocable familia Pujol, llevándose a Andorra coches con maleteros llenos de billetes procedentes del “tres per cent” que cobraban en las obras y concesiones públicas catalanas.

    Jorge Bustos, joven maestro de la lengua castellana, ha escrito recientemente uno de los párrafos más brillantes sobre este curioso fenómeno de los agravios a toro pasado, generalizándolo a todo el mundo occidental: …”Occidente libra una guerra cultural cuyo armamento es el victimismo retrospectivo. La memoria histórica a la española no es un combustible diferente del indigenismo, el hembrismo o el trumpismo redneck: todos cultivan el fetichismo de la herida propia. Quien exhiba la cicatriz más honda ganará la empatía presente y la elección futura. Con el poder llega la subvención, con ella el clientelismo, con este la religión organizada. Y al que se desvíe del dogma le aguarda la hoguera de los fachas”. Qué difícil resulta describirlo mejor.

En definitiva, parece que la cosa va de exhibir heridas. Cuando a muchos nos educaron para esconderlas y, sobre todo, para superarlas, ahora descubrimos que eso linda con el fascismo, y que lo que mola es exhibir una variada exposición de cicatrices. Cuanto más profundas parezcan, mejor. Más empatía generan -en este mundo buenista y subvencionado que nos invade- y más útiles resultan. Ser un tipo duro, sufrido, autosuficiente y curtido por los embates de la vida luce bien en las películas, pero en la realidad actual no vende un colín. Quienes se muestran frágiles o heridos -sean reales o fingidos- tienen hoy todas las de ganar. Parece que hay que mostrarse en sociedad como víctima de algo, como mínimo del “sistema”. Mucho poder, influencia y -como no- dinero está hoy en juego.

Nada tiene que ver todo ello con la triste situación de quienes de verdad han sufrido algún tipo de abuso, maltrato o situación injusta. Quede desde aquí despejada cualquier posible duda. Pero el problema es que, en nuestra sociedad actual, se está consolidando una industria que explota sin escrúpulos el fracaso y el victimismo de la gente. Muchas veces con víctimas reales y bastantes otras con afectados ficticios, a los que meten en el paquete para justificar chiringuitos, organizaciones, subvenciones y numerosos puestos de designación política pagados con dinero de todos.

Como dijo el gran Charles Chaplin, “errar es de humanos, pero echar la culpa a los demás es más humano todavía”. Usar instrumentos políticos como la memoria histórica, el “procés” catalán o la ideología de género para reparar injusticias reales está muy bien, pero no lo está tanto para fomentar la fantasmal aparición de perjudicados retrospectivos donde no existían. Es un error pensar que cualquier herida privada -especialmente cuando la exhiben ciertos colectivos- merece siempre una reparación pública. Un país poblado de víctimas en progresión creciente es un país infantilizado, decadente, sin futuro. Mala lección damos a nuestros jóvenes si les fomentamos el victimismo facilón en lugar de la madura responsabilidad.

Por Álvaro Delgado Truyols