El historiador español Manuel Álvarez Tardío, ya en solitario o con su colega Roberto Villa -con quien ha colaborado en alguna importante obra- está cambiando en los últimos años con sus monumentales trabajos la moderna historiografía española, en especial la relativa a la época de la Segunda República y la Guerra Civil. Su imponente estudio “1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular” ha supuesto un antes y un después -como reconoce el gran hispanista norteamericano Stanley Payne– en el examen profundo de las causas del deterioro del régimen republicano y del estallido de nuestra terrible contienda fratricida, acaecida hace casi 80 años.

El primero de los trabajos destacados del profesor madrileño Álvarez Tardío, fruto de su tesis doctoral, fue una obra publicada en el año 2002 titulada “Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la II República Española (1931-1936)”. En ella, realizaba una profunda y detallada investigación -basada en un amplio estudio de prensa y bibliografía de la época- sobre la política religiosa de nuestra Segunda República, llegando a la conclusión de que la misma nació sesgada desde la elaboración de la Constitución de 1931. Aunque en esa Carta Magna el Estado se declaraba laico, se respetaba oficialmente el peso social de la religión católica y se reconocía personalidad jurídica a la Iglesia, la actuación posterior de los partidos gobernantes impuso el maximalismo en materia religiosa. A las izquierdas no les bastaba con someter a la Iglesia al nuevo orden jurídico republicano, sino que además trataron de erradicar -de forma total- su influencia en la sociedad española. El resultado de esas políticas fue exactamente el contrario al enunciado eufemísticamente por la Constitución: los nuevos gobernantes combatieron la personalidad jurídica de la Iglesia (con lo cual no podía ser titular de propiedades, de manera que hasta los templos debían pasar a ser bienes del Estado) y permitieron a los curas dedicarse al culto católico solamente en forma privada. Además, los religiosos no podían dedicarse a la enseñanza más que para formar a sus propios novicios, y se les prohibía el voto de obediencia a cualquier autoridad extranjera (por lo que la Compañía de Jesús, dependiente de la autoridad del Papa, tenía que dejar el país). Se trataba, en suma, de consumar una verdadera revolución religiosa mediante la cual los católicos y las órdenes religiosas quedaban prácticamente excluidos de la vida pública en la Segunda República española.

Cuando -víctima de todos los agravios anteriores- buena parte del voto católico dio la victoria a la CEDA en las elecciones de 1933, las izquierdas aun darían otro paso más: tras la revolución religiosa, harían la revolución política negándose a aceptar el resultado de las urnas, lo que supuso los sucesos de Asturias y Cataluña de 1934. La sangrienta persecución religiosa de 1936 sería el colofón a todo lo anterior. Primero se excluyó del régimen republicano a los católicos para después demoler o incendiar sus templos y luego, directamente, torturarles o asesinarles, destruyendo también buena parte de su patrimonio artístico, arquitectónico y documental. Crudas imágenes en blanco y negro que reflejan asesinatos de monjas y curas, y profanaciones masivas de tumbas de religiosos en los templos católicos, las conocemos todos.

Tengo que decirles, amigos lectores, que he tenido una educación cristiana -de la cual me honro- y que agradeceré eternamente a mis padres y a los Jesuítas, donde me formé en mi época escolar, que me inculcaran los principios de la religión católica, además de los valores de austeridad, esfuerzo, vocación de servicio y abnegación que tan útiles me han resultado en toda mi trayectoria personal para no tener que vivir nunca del cuento. Pero, dicho eso, también tengo que reconocerles que no alcanzo a entender el rumbo al que se dirige la actual Iglesia de Mallorca. Conociendo la historia de España de hace escasos 80 años, comprobando las enormes similitudes que presenta aquella época con la que estamos viviendo en el presente, y sabiendo que buena parte de los integrantes de nuestra Iglesia es gente culta, formada y leída, no entiendo su creciente cercanía -en sintonía casi absoluta con sus colegas de Cataluña- a las políticas que defienden en el siglo XXI la izquierda radical, los partidos antisistema y el independentismo catalán.

¿Qué creen nuestros ilustres mossenes que harían con ellos -y con sus templos, propiedades, documentos y obras de arte- los individuos de Podemos, la CUP, ERC, Més, y demás movimientos de su entorno, si gobernaran en solitario? ¿A qué vienen todos esos sermones en pueblos de Mallorca a favor de los “presos políticos” catalanes? ¿No saben que la Constitución y la Ley son los parapetos que mejor defienden la libertad religiosa y el respeto al culto católico, y que evitarían la reproducción de la quema de iglesias y conventos -ahora serían expropiaciones- y las torturas y asesinatos -ahora destituciones o exilios- de tantos religiosos que se produjeron entre 1931 y 1939? ¿Está la defensa a ultranza de la lengua y de los “Països Catalans” por encima de todo eso? Luego se quejan de la escasa asistencia a los templos, pero están expulsando de ellos -a marchas forzadas- a su público natural. Parecen vivir un síndrome de Estocolmo similar al que afectó en su día a la iglesia vasca con ETA. Que muy poca utilidad les ha reportado para su causa, incluso en el mundo abertzale.

Por Álvaro Delgado Truyols