Hoy tengo 54 años y, cuando él murió, yo tenía 11. El día que empezó su guerra mi padre acababa de cumplir 2. Mi madre nació después de terminada la contienda. Mi familia paterna vivió aquel desastre en la España republicana. Mi familia materna en la nacional. Es el sino de una guerra civil, que dividió millones de familias españolas. Por un curioso azar de la vida, pasé dos sucesivos meses de agosto muy cerca de él, estudiando todo el día en una pequeña celda -con vistas a la inmensa cruz- de la abadía benedictina situada tras la basílica que aún custodia sus restos. Cosas de las oposiciones y de los calores de Madrid. Allí nunca hablábamos de él. Nunca visitamos su tumba en dos interminables veranos de estancia. Sólo alguna pequeña broma intrascendente en las escasas horas de ocio. Entonces llevaba muerto casi 15 años. Su presencia pasaba desapercibida para un grupo de veinteañeros en busca de una plaza en las diferentes convocatorias de la Administración pública, refugiados en un lugar económico, fresco y próximo a nuestros preparadores por el cierre estival de nuestras residencias en la capital.
Pese a su cercanía física -unos centenares de metros- él no estaba presente en las horas compartidas en el comedor, en el inmenso patio, en los partidos de fútbol contra los guardias civiles allí destinados, en los frescos paseos al anochecer por el frondoso bosque de Cuelgamuros, en nuestras esporádicas cañas en el vecino pueblo de El Escorial. Todos sabíamos que estaba, aunque realmente no estaba. Ya en esos años parecía una vieja reliquia. En la España de finales de los 80 y principios de los 90 reinaba un ambiente muy diferente al actual: gobernaba Felipe González, se habían enterrado los rencores, la gente contemplaba el país con espíritu abierto y conciliador. Mucho más atento al futuro que recreado en el pasado. Unos meses después, mi título de notario lo firmaba un Ministro de Justicia socialista llamado Tomás de la Quadra Salcedo. Buenos y felices tiempos. Qué diferente parece hoy todo….
El habitante del valle nunca ha representado en mi vida -ni en la de mis amigos- nada especial. Pero no fue así en la vida de los españoles más mayores, por mucho que ahora se nos quiera engañar. Cuando se alzó contra el Gobierno de la República tuvo el apoyo de la mitad del pueblo español, harto de los abusos del Frente Popular, en los que mucho participó ese PSOE que ahora necesita imponer su “verdad”. Y cuando murió, su respaldo popular era aún mayor, por mucho que lo oculten ahora políticos y periodistas, la mayoría de cuyos padres y abuelos ocuparon buenos puestos durante el franquismo. La historia es la que fue, no la colección de simplezas para dummies que ahora nos quieren colocar. Pero yo era entonces muy joven. Mi recuerdo más vivo es la semana de vacaciones que el colegio nos dio a su muerte, anunciada por Vicente Albors -nuestro mítico conductor del autobús- al llegar a la parada, una fría mañana de noviembre. Y unas impactantes imágenes televisivas -en blanco y negro- de días y días de llantos y colas interminables para visitar su féretro, que yo contemplaba agarrado con mis dos manos al vaso de cola cao. Eso es todo lo que puedo recordar de él, la muy liviana huella que dejó en un crío al que faltaba un mes para cumplir los 12 años.
Ha estado muchos años ausente. Como corresponde a alguien fallecido hace ya más de cuarenta. Pero ha vuelto. Sin ni siquiera él imaginarlo, ni tampoco sus allegados o familiares, o sus escasos y trasnochados simpatizantes. O, más bien, nos lo han traído. ¿Para qué? Yo, que ya tengo una edad respetable, casi ni le conocí. Y la gran mayoría de los españoles actuales no vivía cuando él murió. ¿Qué sentido tiene gastar ahora tiempo y dinero en un país con riesgo de desintegración, lleno de desigualdades y con muchos otros problemas serios? ¿Se trata sólo de agarrarse -tal vez por unos meses- al sillón de un palacio, al de un parlamento, al de un avión, a una pensión vitalicia…?
Crear agravios en gente que nunca los tuvo y desenterrar rencores olvidados no le hacía falta a nadie. Resulta bastante miserable. Por supuesto, quien necesite encontrar a sus muertos, que lo haga. Del bando que sea. Y que le ayuden, si ello es posible. Con discreción y con eficacia. Los muertos merecen silencio y, sobre todo, respeto. Y que se honre su memoria. ¿Pero qué sentido tiene echarnos hoy sus huesos a la cabeza? ¿o intentar hacer de ellos un espectáculo mediático? ¿o pretender ganar desde un sillón de La Moncloa -80 años después- una guerra que se perdió en algunas trincheras situadas en las inmediaciones? A la mayoría no nos sirve para nada, aunque le resulte útil al tipo del sillón. A ese que tiene que pagar mediante carísimos plazos su inesperado cargo. A ese que resta con decretos lo que no puede sumar con leyes. Y también a quienes le apoyan, que con ideas trasnochadas y proyectos perdedores necesitan resucitar viejos cainismos para poder ganarse la vida con el dinero de todos. Esa vida que era tan dura en la calle antes de los micros, los focos, las cámaras y los asistentes personales sin Seguridad Social. Con pisito en Vallecas, camisa de Alcampo, coche de quinta mano y viajes en Ryanair. Ni en sus mejores vuelos fliparon con casoplón en Galapagar o viajes en el Falcon, con las Ray Ban bien caladas y la churri en éxtasis, camino de The Killers (perdónenme por revelarles un secreto de Estado). Como un JFK del siglo XXI, versión Pozuelo de Alarcón. O como Tom Cruise y Kelly McGillis en Top Gun. Aunque con bastante menos clase y pagando con nuestra pasta.
Qué pena. Qué enorme tristeza no poder vivir en el siglo XXI sin el habitante del valle. Ni él mismo entendería su sorprendente longevidad. Como escribió recientemente Ignacio Camacho, más que desenterrarlo pretenden revivirlo, devolverlo a la escena pública, manejarlo a diario en comparecencias y medios afines, poderlo utilizar a conveniencia para ganar lo que hace tiempo que no consiguen en buena lid. Es sorprendente, pero en España tenemos el muerto más vivo que ha existido nunca. Algo tremendo, increíble, casi de récord Guinness. Aunque la verdad es que todo resulta realmente pueril y bastante patético, hasta con un punto kitsch. La mayoría de nuestros actuales líderes políticos no había ni nacido cuando él murió. Y nunca les ha importado hasta el día de hoy, en que lo resucitan por bastardos intereses circunstanciales. Llevaba 43 años sepultado bajo una piedra enorme, apartado, en el olvido. Sin recordarlo nadie. En un lugar recóndito, casi sin visitas -que ahora se han multiplicado-, absolutamente alejado de las vidas de todos. Convertido en piedra, al igual que otras reliquias históricas repartidas por el mundo, de parecido talante democrático: Cromwell, Marx, Lenin, Bismarck, Napoleón, Mao, Tito, Fidel.
¿Qué hacer con todos ellos? Lo mejor es que los dejen. Cada uno donde está. Como hacen en tantos otros países (Reino Unido, Alemania, Francia…) a los que no tenemos mucho que enseñar. Allí ni se lo plantean. No tratan de confundir a la gente, no posturean con las figuras del pasado, no manipulan la historia, no resucitan odios apagados, no malgastan su dinero. Aprenden de sus errores y miran hacia adelante. Consideran a esos muertos como espectros de un tiempo remoto, que un lejano día fue presente, pero que ya no hace daño. Y, además, tienen su utilidad. Aunque sólo sea para que se recuerde la historia. Y algunos desastres no se vuelvan a repetir.

Por Álvaro Delgado Truyols