Iván Redondo es “un tipo tímido al que le cuentas un chiste verde y se sonroja”. Así define el veterano periodista Raúl del Pozo, en su recién publicada biografía (no autorizada) llamada “No le des más whisky a la perrita”, escrita por Julio Valdeón y Jesús Fernández Úbeda, al todopoderoso Jefe de Gabinete de la actual Presidencia del Gobierno. Un personaje que, sin timidez alguna, dirige la más formidable maquinaria de propaganda que han conocido los tiempos en nuestro país: “Moncloa Agencia de Publicidad”. Se le contrató para disimular a todos los españoles las limitaciones intelectuales (hasta tuvo que plagiar su tesis), gestoras (nunca ha trabajado ni en un quiosco de pueblo) e ideológicas (su única idea conocida es ser Presidente a toda costa) de su jefe Pedro Sánchez. Y su trabajo consiste en sustituir con marketing el inexistente liderazgo de su mentor: desde impidiendo que el pobre Rey Felipe VI pueda asistir a la entrega de despachos judiciales en Barcelona, hasta ordenando a Jesús Calleja que lleve a bucear al Doctor Simón a una cueva de Pollença, y luego lo emita en prime time en su conocido programa televisivo. El tipo prepara, dirige y controla todo lo que pasa en este país. Y lo hace con gran empeño y eficacia. Para ser un publicista, claro.

Redondo, que trabajó exitosamente como asesor de campaña para Xavier García Albiol en el PP de Badalona, representa el máximo exponente de un fenómeno muy actual: la sustitución absoluta de la gestión de los asuntos públicos por propaganda a mansalva que encubra la ineficacia. Todos saben que Sánchez y su Gobierno (con las escasas excepciones de Calviño, Planas, Escrivá y Robles) son una banda de incompetentes. La tropa de inútiles más cara y numerosa, por cierto, que jamás ha integrado un Gobierno de España. Pero da igual. Hagan lo que hagan, que es poco y muy malo, la engrasada maquinaria del Goebbels español (para él trabajan más de 100 asesores en Moncloa) construirá con ello un relato espectacular, mediante su hábil manejo de televisiones, medios afines y redes sociales, vendiéndonos cada día motos sin ruedas y echando las culpas de los reiterados fracasos del Gobierno a la ultraderecha, a la oposición, a Ayuso, a Merkel o a Trump. Así está funcionando, ahora mismo, este país. Pese a nuestra cara e hipertrofiada maquinaria administrativa, y a contar con un prestigioso cuerpo de funcionarios, España hoy no tiene gestores al mando de los asuntos públicos. Está siendo gobernada por un publicista.
Nada escapa en este país al férreo control ejercido por Iván Redondo y sus chicos de “Moncloa Agencia de Publicidad”. Ni la actividad del Rey, ni los viajes de los Ministros al extranjero, ni los contactos con la Unión Europea, ni los datos médicos de la pandemia, ni las ruedas de prensa, declaraciones o entrevistas televisivas o radiofónicas de los miembros del Gobierno, ni las fechas de las principales competiciones deportivas, ni las diatribas constantes de los medios y las redes contra los miembros de la oposición, ni siquiera el “Himno a la alegría” ejecutado al piano por James Rhodes. La reiterada guerra política contra la Comunidad de Madrid -locomotora económica de España y avanzadilla del éxito económico y social de las políticas liberales- constituye también una obsesión enfermiza de Sánchez, llevada al campo de batalla diario por Redondo. Les importa un bledo hacer una mejor gestión, atenuar los devastadores efectos de la pandemia, arruinar la economía de una Comunidad entera y el sursum corda. Todo está supeditado a la propaganda organizada al servicio del líder. Para ocultar a los españoles sus defectos y vendernos sus virtudes supremas. Y así eliminar a sus rivales y perpetuarse en el poder.
Uno de los elementos característicos del exitoso marketing político de Iván Redondo es que ha conseguido construir un líder con escasos mimbres. No es lo mismo llevar al poder a John Fitzgerald Kennedy o a Barack Obama que a un tal Pedro Sánchez Pérez-Castejón. La distancia entre unos y otro, a todos los niveles, es sideral. Son sobradamente conocidas las limitaciones intelectuales y oratorias de Sánchez, su absoluta falta de empatía personal, su carácter rencoroso, despectivo y egocéntrico, y su inexistente trayectoria profesional. Aunque todo lo compensa con un narcisismo patológico y una espeluznante falta de escrúpulos y de principios, unidos a una determinación rayana en la temeridad, a prueba de bomba nuclear. Y es que muy poco tenía que perder en su arriesgada apuesta política. Por ello, para dotarle del empaque que no traía de fábrica, Redondo le hizo rodearse -desde bien pronto- de todos los ornamentos del poder: uso obsesivo del Falcon y los helicópteros oficiales con las Ray-Ban caladas, asistencia compulsiva a cumbres internacionales, estancia con su familia en todas las residencias del Estado (Las Marismillas de Doñana, La Mareta de Lanzarote, Quintos de Mora en Toledo), salutación junto a los Reyes en el Palacio Real, apariciones televisadas desde el búnker de Moncloa…. Si no teníamos un líder natural lo tendríamos artificial. Y todos contentos. Los españoles parecen haberle comprado el producto.
La propaganda obsesiva y carente de un fundamento real ha sido siempre típica de regímenes totalitarios, teniendo como fin exclusivo la venta de las bondades de sus líderes, y el encubrimiento de las miserias y tragedias de sus respectivos movimientos políticos. Tanto el marxismo-leninismo en la URSS como el nazismo en Alemania hicieron un uso propagandístico de los medios, especialmente del cine, que era el que mayor difusión tenía en la primera mitad del siglo XX. Las conocidas películas de Serguei Eisenstein o de Leni Riefenstahl trasladaron a los espectadores de entonces las mismas mentiras que hoy se mueven a través de televisiones, radios, diarios y redes sociales en internet. Pero su siniestro objetivo es exactamente el mismo. Por todo lo aquí explicado, no se sorprendan si las cosas en España funcionan peor que en los demás países de nuestro entorno. Somos una extraña empresa nacional con un desmesurado departamento de marketing que carece de gestores y no tiene producto.

Por Álvaro Delgado Truyols