La existencia de un régimen democrático no se mide por ir a votar. Hasta en Corea del Norte existen elecciones. Centrarlo todo en el voto constituye un reduccionismo absurdo, que equivale a valorar la pericia de un médico por las horas que lleva puesta la bata o colgado el fonendoscopio. Lo que convierte a un régimen con elecciones en un verdadero Estado de Derecho es el imperio de la Ley. O sea, la existencia de unas normas jurídicas, aprobadas por un procedimiento reglado, que sean vinculantes para todos los ciudadanos y supongan un freno frente a los abusos del poder. Como la tendencia natural de cualquier gobernante es extralimitarse en el ejercicio de su poder, las normas deben desconfiar de quien ejerce el Gobierno. Y tener previstos todos los frenos posibles para que, en su ejercicio, respete las reglas y las instituciones. Ya decían los padres fundadores de los EEUU que “el buen patriota es el que trata a los Gobiernos como a un enemigo”. Aunque todo esto hoy -en España- parece sonar a música celestial. Pero constituye una enseñanza elemental que todos deberíamos estudiar en primer curso de Democracia.
A lo largo de mi vida adulta he votado a distintas personas y partidos, soportando luego de “mis” candidatos actuaciones afortunadas y otras decepcionantes. Pero nunca he tolerado que pretendieran hacer trampa con las reglas del juego. Si un representante político votado por mí le dice al jefe de la oposición: “ustedes nunca más volverán a gobernar” -como hizo recientemente en el Congreso el Vicepresidente del Gobierno- yo no volvería a votarle nunca más. No hemos llegado hasta aquí, superando épocas oscuras, guerras civiles, dictaduras y penurias de todas clases para que cualquier tipo con un puñado de votos se arrogue la capacidad de decidir que los demás partidos sobran. Entenderlo así debería ser también de primero de Democracia.
Pedro Sánchez está demostrando, con uno de los Gobiernos más precarios de nuestra historia, preocupantes tics autoritarios para perpetuarse en el poder. Su acoso constante a quien no se pliega a sus deseos, sus desplantes al Jefe del Estado, su nombramiento como Fiscal General de una ex-Ministra sin apariencia de imparcialidad, su imposición de una administradora única en TVE contrariando la legislación vigente, su manejo indecente del CIS a través de un triste esbirro, y su reciente proposición de Ley para controlar -junto con sus socios de Gobierno- el Poder Judicial sin tener que pactar su renovación con la oposición, saltándose con pértiga el artículo 122.3 de la Constitución y los previos informes del CGPJ, el Consejo de Estado y el Consejo Fiscal, son síntomas de un caudillismo intolerable.
Como demócrata convencido, entiendo que una parte de la gente vote socialismo, o lo que les dé la real gana, aunque me cuesta comprender que a esos votantes les satisfaga que su líder se cargue todas las reglas e instituciones. Porque esas reglas e instituciones nos protegen a todos frente a futuros abusos de los demás. Y si no lo pillan a la primera, aquí tienen un ejemplo facilito: a mí me encanta el fútbol, y adoro que gane mi equipo, pero me parecería impresentable que al equipo contrario le obliguen a jugar con 8 jugadores y no le dejen pasar de medio campo ni tirar a puerta. Eso no sería fútbol. Sería una dictadura futbolística ilegalmente impuesta. ¿A que ahora lo entienden? Seguimos en primero de Democracia.
Cierta deformación profesional me lleva a leer algunas sentencias judiciales, normalmente de asuntos civiles y penales en casos de trascendencia pública. Me gusta conocer de primera mano las argumentaciones de los juristas y no informarme por el sesgado tamiz de algunos periodistas. He leído recientemente la sentencia 13/2020 de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, relativa a la salida a Bolsa de Bankia y, aparte de la argumentación principal -que no viene al caso comentar- contiene el reconocimiento de una injusticia clamorosa -cometida por puras razones políticas- que entronca con el tema del control sobre el Poder Judicial que el amigo Pedro Sánchez anda loco por ejercer.
No conozco a Ángel Acebes, ni me ha resultado nunca un personaje fascinante. Simplemente le respeto como el político serio que siempre ha demostrado ser. Pero conocer, por la detallada exposición del Tribunal que le absolvió (le dedica 12 folios de la sentencia), el atropello judicial de que fue objeto me ha hecho simpatizar con él de por vida. Resulta que, a petición de Andrés Herzog -el abogado que presentó la querella en nombre del partido UPyD- el Juez instructor Fernando Andreu le mantuvo imputado más de 9 años, y le sentó luego en el banquillo, a sabiendas de que Acebes no era miembro del Consejo de Administración de Bankia cuando se decidió su salida a Bolsa. Cosa que el ex Ministro del PP justificó documentalmente durante la instrucción. Y, para más inri, el mismo Juez instructor exculpó -antes del juicio- al socialista Virgilio Zapatero, que sí era miembro del Consejo de Administración, con la excusa de que “llevaba poco tiempo allí y no pudo ser responsable”. Cuando el abogado de Acebes preguntó al Juez y al Fiscal por esa increíble injusticia, y por la discriminación flagrante frente al Consejero socialista exculpado, le respondieron que “su cliente fue Secretario General del PP, y no podemos sacarle de este asunto”.
Esta es la Justicia que anhelan Sánchez e Iglesias. Como la que les facilitó la moción de censura contra Rajoy introduciendo -a través de un Magistrado amigo- una alusión improcedente en la sentencia Gürtel a la corrupción del PP, como acaba de reconocer el Tribunal Supremo. Y su proyecto siniestro contiene un aviso a navegantes: Jueces y Fiscales españoles, si queréis hacer carrera profesional -porque nosotros vamos a tener el control de los ascensos y los destinos en el Poder Judicial- ya sabéis en qué lado del tablero político debéis estar. No tengan ustedes dudas de que estos tipos quieren desmontarnos la democracia. La prueba del algodón se llamará Dina Bousselham….

Por Álvaro Delgado Truyols