Tras analizar, en una primera entrega, los principales problemas de tipo político que afectan al sistema institucional español, continuamos examinando otros de índole cultural, educativa y social:

    – Resulta imposible consolidar una democracia sin verdadera cultura democrática. Desde Rodríguez Zapatero, nuestros políticos se han dedicado a polarizar hasta el infinito la sociedad española, resucitando  el guerracivilismo y el enfrentamiento partidista. Los simpatizantes de partidos rivales ahora no se respetan, ni intentan entenderse. Simplemente se descalifican y se odian. Basta echar un vistazo a las redes sociales, o comprobar la imposibilidad de llegar en España a acuerdos transversales. A ello contribuyen negativamente la disciplina de partido, el voto imperativo de los parlamentarios (que acaban representando sólo al líder de su partido, y no a sus electores) y la ausencia de una limitación de mandatos -y también de años de permanencia- en los cargos públicos remunerados.

– Las que nuestros políticos llaman pomposamente “políticas sociales” o “de progreso” no están destinadas a proteger a los desfavorecidos, ni a mejorar el funcionamiento de los servicios públicos. Bajo ese atractivo nombre de “lo social”, nuestros gobernantes se dedican mayoritariamente a comprar votos, subvencionando a personas y entidades afines e hipertrofiando la Administración con puestos innecesarios. A pesar de tener una colosal maquinaria administrativa -que ahoga cualquier esfuerzo fiscal y presupuestario- hemos podido comprobar que no resulta nada operativa: nuestra meritoria sanidad no es, ni de lejos, la mejor dotada del mundo; nuestro ejército y nuestras fuerzas de orden público malviven con voluntad y escasos medios; nuestra educación fracasa en sucesivos informes PISA; nuestras infraestructuras languidecen sin que nadie las cuide, repare o mejore; y nuestra justicia está abandonada, sin informatización, sin medios y sin inversiones suficientes para las exigencias de un país moderno. Todo el presupuesto se va en asesores, en subvenciones, en colocar afines para perpetuarse en el poder. Las imprescindibles digitalización y reducción de las Administraciones a unas estructuras de coste/operatividad razonables duermen el sueño de los justos porque nadie quiere meter la mano en la caja de los truenos, sino engordarla hasta que no la podamos mantener. Como dijo, hace escasas fechas, el ex Ministro de Trabajo Manuel Pimentel, “es insostenible que 16 millones de personas trabajen en España y 21 millones vivan de las arcas públicas”.

    – Vivimos una obsesión con la “igualdad” en lugar de con la “justicia social”, que supone una discriminación positiva: dar las mismas oportunidades y ayudar a quien más lo precisa o merece. La igualdad no existe en la naturaleza. Todos los individuos son esencialmente diferentes. Unos son más trabajadores, otros más vagos; unos son ahorradores, otros derrochan; unos se esfuerzan en formarse, otros prefieren la holganza. Hasta en una misma familia sus miembros no tienen el mismo carácter, la misma fuerza de voluntad, ni la misma ambición o aspiraciones. Un tipo de 1,60 nunca será pívot en la NBA, no por falta de igualdad, sino de condiciones para hacer ese trabajo. Si la ley obligara a un equipo a contratarle, perdería todos los partidos. Por eso, la igualdad forzosa es una quimera -salvo en tristes regímenes dictatoriales- y nunca resulta conveniente. Lo que una sociedad necesita para prosperar, y poder pagar el estado de bienestar de sus ciudadanos, es gente emprendedora que no se conforme con un sueldo o un cargo. Sólo el nefasto comunismo ha llenado los países de funcionarios.

    – Nuestras diferentes leyes educativas, todas dictadas con el único fin de desmontar lo articulado por la anterior, han erradicado de la educación el fomento del esfuerzo y del mérito entre los alumnos, y también la promoción de una verdadera cultura integradora, habitual en cualquier país del mundo. Por ello acaban generando pésimos ciudadanos. Hoy se tergiversa la historia, se idolatran las lenguas y los hechos diferenciales, y nadie explica a nuestros hijos lo bueno que tiene su país. Además, cuanto más exigente se ha vuelto el mundo profesional, más condescendiente es la formación de los jóvenes, confundiéndose la igualdad de oportunidades con su igualación por abajo, eliminando suspensos, repeticiones de curso y la búsqueda de la excelencia. El odio a la escuela concertada constituye un eslabón más. La meritocracia no perpetúa las élites, como alegan cuatro marxistas trasnochados; las hace permeables a la entrada de nuevos valores. Es la única forma de que un chaval humilde alcance el éxito sin padrinos y con su esfuerzo.

– A través de la ingente propaganda que generan mediante los medios de comunicación públicos o subvencionados, nuestros gobernantes manipulan la historia y la mentalidad de la gente, creando un votante medio notablemente inculto, portador de conocimientos ínfimos, incapaz de cualquier espíritu crítico y de hacer un análisis objetivo de lo que le rodea. Pero, a su vez, tremendamente radicalizado e intransigente. Por eso llega a creer estupideces como que roban siempre los mismos, que la corrupción es sólo meter la mano en la caja pero no crear y mantener grandes redes clientelares; que los empresarios, los bancos, los hoteleros o los emprendedores son siempre malos y explotadores; que el régimen constitucional ya no nos sirve; o que cualquier enriquecimiento honrado es criticable. Con este nivel cultural resulta imposible conseguir el progreso de un país.

    Muchos políticos actuales, que manejan bien lo anterior, deciden devaluar la educación y subvencionar la holganza, la incompetencia y la cara dura, hipertrofiando -con los mejores embajadores de estas tres tristes categorías, tan frecuentes en la picaresca hispana- todo tipo de cargos, entidades, asociaciones, administraciones y chiringuitos. Con la única contraprestación exigible de corresponder fielmente a sus patrocinadores en las periódicas llamadas al voto. Así, políticos irresponsables demuestran que no les importa arruinar a su país y empobrecer el nivel cultural de su pueblo para prolongar, con los escaños proporcionados por su obediente rebaño (pagado con dinero de todos), su ocupación del poder. Mientras este esquema de formación de jóvenes votantes abducidos sea el que se imponga, ante la pasividad y la abulia general, los ciudadanos responsables poco podremos hacer para tener un país mejor.

Por Álvaro Delgado Truyols