El ciudadano español medio adolece de gran incultura política, exhibiendo un pésimo conocimiento de las ideologías existentes en la historia de la humanidad. Una demostración palpable es el uso vulgarizado de la palabra “fascista”, ignorando por completo su significado real. Mucha gente de izquierdas llama “fachas” a simpatizantes del centro o la derecha, y los nacionalistas a quienes defienden tesis constitucionalistas. En España prolifera el erróneo hábito de considerar “fascistas” a personas que -respetando las reglas democráticas- tienen ideas diferentes. Y esa actitud despectiva con quienes piensan distinto se aproxima bastante al fascismo de verdad.  

El auténtico “fascismo” fue un movimiento político-social nacido en Italia durante la Primera Guerra Mundial (1914-18), que se declaró enemigo del liberalismo, del anarquismo y de todo tipo de marxismo. La denominación procedía del italiano “fascio”, derivado del término latino “fasces”, referida al haz de varas símbolo de los lictores que acompañaban a los magistrados en la Roma clásica, y quería representar una antigua señal reconocida de autoridad.

El Partido Fascista italiano -comandado por Benito Mussolini– fue profundamente nacionalista e intolerante con cualquier opción política diferente, y tuvo una fuerte influencia en movimientos políticos posteriores como el nazismo en Alemania y el falangismo en España. Ni siquiera el franquismo fue un genuino movimiento fascista (“faccioso” le llamaban sus rivales en la Guerra Civil) ya que, aunque tuvo -en su origen- notables influencias del fascismo italiano y de la Falange española, derivó luego en una dictadura nacional-católica y -más tarde- básicamente tecnocrática, fundamentada en la figura de un caudillo militar pero alejada del racismo y el anticapitalismo de los modelos italiano o alemán. Que en muchos aspectos estaban más cerca del régimen bolchevique de Stalin que del verdadero capitalismo.

La gran filósofa Hannah Arendt, en su obra “Los orígenes del totalitarismo” (1951), equiparó el nazismo de Hitler y el comunismo de Lenin y Stalin, sistemas totalitarios basados en el sometimiento de las masas mediante la propaganda y el terror, concluyendo que -con sus diferencias metodológicas- tenían muchos puntos de contacto. Ello vino a corroborarlo el prestigioso historiador británico Ian Kershaw, gran experto mundial en el estudio del nazismo, en su apasionante “Descenso a los infiernos” (2016), donde dice que “las dictaduras dinámicas de Mussolini, Hitler y Stalin tenían numerosos elementos estructurales comunes”. Kershaw añadió el componente común del nacionalismo, destacando que en la Guerra Civil española ambos extremos -casi tangentes- llegaron a enfrentarse entre sí, apoyando cada uno a un bando contendiente para atraer a España hacia una u otra dictadura.

También el Parlamento Europeo, en su Resolución de 19 de septiembre de 2019 (2019/2819 RSP) sobre la importancia de la Memoria Histórica Europea para el futuro de Europa, equipara y condena al nazismo y al comunismo como “dos regímenes totalitarios que compartían el objetivo de conquistar el mundo y pretendieron repartirse Europa en dos zonas de influencia”. En el fondo, comunismo y nazismo constituyen formas diferentes de organizar un mismo Estado: el Estado de partido. Son construcciones políticas que permutan el libre albedrío de un pueblo por la obcecación liberticida de sus líderes. Por eso, ambas doctrinas forman parte de una misma hermandad totalitaria y genocida, que sustituyó históricamente a los viejos oligarcas de la aristocracia por la nueva oligarquía del Reich o el Politburó. Un simple cambio de tiranos.

Pero resulta que actualmente, según nuestra izquierda radical, vivimos en España una situación de “alerta antifascista”. La justificación razonada de ese concepto les trae al fresco, como casi todo esfuerzo intelectual, ya que estos personajes aspiran solamente a manipular emociones resucitando resentimientos, para lo cual precisan tener un enemigo perfectamente identificado. Aunque un análisis serio de la cuestión no puede orillar algunos hechos evidentes. El primero, y más importante de todos, es que hoy en día no existe -en todo el mundo- ningún país fascista. Mientras que podemos enumerar, sin esforzarnos demasiado, una buena lista de países comunistas: China, Cuba, Corea del Norte, Venezuela, Laos, Vietnam… Con otros en el límite de caer como Somalia, Malí, Etiopía, Nicaragua, y riesgo indudable para Bolivia o Perú. Luego, hablando con propiedad, en el siglo XXI nos encontramos en una situación de “alerta anticomunista”, y no de lo contrario.

El segundo hecho evidente es que en ningún lugar del mundo existe violencia organizada de tipo fascista. Pero la que sí está constatada es la violencia comunista y nacionalista, ambas a la orden del día, especialmente en nuestro país. Recordemos la actuación de los CDR catalanes, a ETA y la kale borroka del País Vasco, las revueltas por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél, los escraches de Podemos (con condena de Isa Serra e imputación de Alberto Rodríguez, ambos por agresiones) o los recientes apedreamientos de mítines de Vox en Madrid. Está perfectamente claro quiénes son hoy los violentos, entroncando con una tradición de la Segunda República, presunto régimen democrático y de libertades en el que las izquierdas quemaron desde su inicio iglesias y conventos acosando violentamente a la población católica o no republicana. Decía recientemente un conocido tuitero que “ellos siempre encuentran excusa para zurrar primero y luego se tiran 40 años lloriqueando por las cunetas”.

Lo que debería aprender toda esta tropa de alérgicos al estudio es que lo opuesto al fascismo no es el marxismo, sino el liberalismo. La defensa de la libertad individual, el repudio de cualquier totalitarismo y la limitación del poder del Estado son exactamente lo contrario de lo que patrocinaron Hitler y Mussolini. Y también Lenin o Stalin. Esos a quienes ensalzó Pablo Iglesias diciendo que “el genio bolchevique es el mejor legado que ha dejado la Revolución Rusa para trabajar en favor de las mayorías”.

Ahora, este visitador de herriko tabernas, defensor de escraches, señalador de periodistas, guillotinador del Rey y fan del “jarabe democrático”, que se emociona cuando patean a un policía, aspira a marcarnos el listón de la limpieza política. O votamos a su tropa o España será fascista. Movimiento que, desde hace más de medio siglo, ya no existe en todo el mundo. Vaya huevos, camarada.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 3 DE MAYO DE 2021.

 

 

 

Por Álvaro Delgado Truyols