Desde los pensadores clásicos griegos (Platón, Aristóteles), todos quienes han reflexionado sobre la función del Estado en el desarrollo de las colectividades humanas han acudido a la idea del “bien común”. El Estado, concebido como organización de personas y medios materiales que comparten territorio e instituciones de gobierno, aspira a mejorar la vida de sus integrantes consiguiendo “el bien” para todos ellos. Ya se entienda de una forma colectiva (como hicieron Hegel o Marx) o como la suma de muchos bienes individuales (como hacían Rousseau, Hayek o Adam Smith). Para eso surgieron los Estados, y para eso los mantenemos con nuestros impuestos. Aunque ya advertía Kant de que el Estado “nunca debe pretender usar a los hombres para alcanzar sus propias metas”.

Los seres humanos, partiendo de una vida nómada y una organización tribal, fuimos evolucionando hacia formas sedentarias y más complejas de organización social, que aspiraban a conseguir una mejora para todos. Pero esa trayectoria de siglos hacia el ansiado “bien común” muestra claros síntomas de involución en la España del siglo XXI. En el momento presente, y por razones coyunturales debidas a la mera subsistencia del actual Gobierno de coalición, nuestro Estado parece haber colapsado en su función esencial de defender el “bien común” de todos los españoles. Hoy la poderosa maquinaria estatal está sólo defendiendo los intereses particulares de quienes sustentan con sus votos el inestable sillón presidencial que ocupa Pedro Sánchez.

Síntomas de ese colapso funcional, que nos muestra a un Estado situado “del revés”, tenemos hoy numerosos. El primero y más importante de todos, que genera en muchas personas medianamente formadas una considerable perplejidad, es que el Gobierno que hoy maneja todos los resortes del Estado actúa respaldado por partidos cuya esencia ideológica y política es conseguir su propia desintegración. Que el correcto funcionamiento de las instituciones del Estado español dependa actualmente de los partidos que -desde hace años- aspiran a destruirlo (incluso usando la violencia terrorista) resulta bastante complicado de asimilar. Cosa diferente sería plantear si nuestro sistema político tiene previstos los suficientes contrapoderes frente al propio Gobierno para impedirle prostituir al Estado de esta forma ominosa, cuestión que supera los límites de este escrito y que he tratado en diferentes artículos anteriores.

Otra muestra de colapso del Estado es su manifiesta incapacidad para defender el uso de la lengua común, que los españoles compartimos con 500 millones de personas en el mundo. Contemplar situaciones deleznables como el asedio violento a un niño de 5 años en Cataluña -porque sus padres exigen la aplicación de la norma que le garantiza estudiar en castellano un 25% de sus asignaturas- hace que nuestro desconcierto alcance cotas difíciles de superar. ¿Cómo puede un Estado moderno desentenderse de un crío de corta edad cuyos padres solo piden el cumplimiento de la Ley? Los paralelismos con las estrellas de David en el pecho de los judíos en la Alemania nazi, con el apartheid de la Sudáfrica de Mandela o con el violento racismo de “Arde Mississippi” se hacen patentes a la vista de la barbarie identitaria que hoy vivimos en determinados puntos de España. Ante la inacción general de nuestra maquinaria estatal por intereses coyunturales del Gobierno.

Lo mismo sucede ante la violación de otro derecho fundamental de los ciudadanos españoles, el de la propiedad privada reconocido en el artículo 33 de nuestra Constitución. Observar el apoyo sistemático a la ocupación de viviendas que realiza una parte del Gobierno actual hace que se nos caiga el alma a los pies. El derecho de todos a una vivienda digna, que también reconoce nuestra Constitución en su artículo 47, deben encauzarlo el Estado y nuestras Comunidades Autónomas construyendo viviendas sociales para las personas desfavorecidas -obligación que incumplen sistemáticamente- pero nunca legitimando la ocupación por la fuerza de las viviendas particulares de los demás ciudadanos.

Otra situación paradójica, que resulta incomprensible en el funcionamiento normal de un Estado moderno, es que el actual Gobierno pretenda reformar la Ley de Seguridad Ciudadana desprotegiendo a la policía frente a manifestantes, agresores y demás personas que ejercen habitualmente la violencia. Los intereses espurios de ciertos partidos antisistema -como Podemos, Bildu o la CUP-, que agrupan buena parte del voto de individuos inadaptados o violentos, y cuyo apoyo precisa Pedro Sánchez para sacar adelante sus Presupuestos y garantizarse seguir gobernando, hacen que vivamos otra sorprendente manifestación de lo que es tener un “Estado del revés”.

Qué decir de otros acontecimientos desconcertantes como las declaraciones de inconstitucionalidad de los dos estados de alarma decretados por el Gobierno como consecuencia de la pandemia, o de la extraña situación de cogobernanza con las Comunidades Autónomas, o del cierre parlamentario que se produjo durante varios meses del año 2020. Que nuestro Tribunal Constitucional desautorice una importante cantidad de Leyes fake elaboradas por el Gobierno de Sánchez nos demuestra, una vez más, que vivimos en un Estado afectado por graves patologías funcionales. Como también el permanente deterioro institucional, las incesantes “puertas giratorias” que abundan en la política española (el paso de la Ministra de Justicia a ocupar el cargo de Fiscal General, los políticos de Podemos recolocados en Baleares tras perder sus escaños en la península) o los trapicheos habituales para renovar -con cuotas políticas- los más importantes órganos judiciales, que deberían mantener siempre una plena e higiénica independencia.

Soy consciente de que nuestros gobernantes no contemplan este deterioro del Estado como algo preocupante. Anden ellos calientes y ríase la gente. Su miope cortoplacismo jamás les permite vislumbrar qué ocurrirá más allá del final de esta legislatura, y de su aspiración a continuar en la siguiente. Pero cuando alguien degrada las instituciones, castiga también de paso la confianza que en ellas tienen los ciudadanos. Y favorece discursos maquiavélicos que demonizan la Transición, la Constitución, la Monarquía parlamentaria o nuestro propio sistema democrático.

Bismarck dijo que España era el Estado más fuerte del mundo, pues llevaba siglos intentando autodestruirse y no lo había conseguido. La frase resulta brillante. Aunque el histórico canciller alemán nunca conoció a Pedro Sánchez.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 20 DE DICIEMBRE DE 2021.

Por Álvaro Delgado Truyols