Cualquier persona con dos dedos de frente puede aventurar que los políticos sin escrúpulos -como los que proliferan hoy en día- son perfectamente capaces de tomar decisiones desprovistas de ética o moralidad. E incluso de legalidad, si consiguen desactivar los controles que todo Estado de Derecho debe ejercer sobre sus gobernantes. Sobre todo cuando se juegan la permanencia en el poder que, para algunos, constituye el único objetivo de toda su vida.

Uno de los aspectos más delicados en todo régimen democrático es la garantía de un apropiado escrutinio en los procesos electorales, hoy puesto en el disparadero público tras las acusaciones de fraude formuladas por Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas, que han dado la victoria a su rival Joe Biden. Ciertamente, no todos los modernos sistemas de escrutinio electoral son iguales, ni proporcionan la misma seguridad ni certidumbre. Además, en Norteamérica no podemos hablar de un sistema de conteo de votos sino de cincuenta procedimientos diferentes, ya que cada Estado tiene el suyo propio (muchos realmente arcaicos) y la materia no está atribuida a la competencia federal. Todo ello llama poderosamente la atención en uno de los países tecnológicamente más avanzados del mundo.

En España existe un término muy castizo para denominar al fraude en el recuento de votos. Se le llama “pucherazo”, y se originó a finales del siglo XIX, tras la restauración de la monarquía borbónica, cuando los dos grandes partidos de la época -conservadores y liberales- acordaron turnarse en el poder para evitar los habituales “pronunciamientos” militares y su continuada interferencia en la vida pública. El Rey Alfonso XII, en connivencia con los líderes de esos dos partidos, Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta, disolvía las Cortes cada cierto tiempo y convocaba nuevas elecciones, que se apañaban para que saliera ganador aquel candidato del partido que no estaba gobernando en ese momento. Y, la siguiente vez, se procedía a la inversa.

Ese ordenado y pacífico “turno” se mantuvo durante años con un resultado exitoso. De hecho, hizo fortuna una frase pronunciada por el Rey -en su lecho de muerte- cuando dijo a su esposa María Cristina de Habsburgo-Lorena, que sería Reina regente a los 27 años por la minoría de edad del hijo de ambos Alfonso XIII, lo siguiente: “Cristinita, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”. Una ordinariez muy borbónica que hoy sonaría escandalosa -ya que ponía la castidad de la Regente como garantía de la estabilidad del Reino- pero que resultó verdaderamente efectiva. Para llevar el peculiar “turnismo” a la práctica, se cuenta que el día de las elecciones se tenían preparadas muchas papeletas del partido al que correspondía ganarlas, que se introducían en una gran urna semejante a un puchero u olla de cocina, de donde resultaba el recuento definitivo convenientemente “cocinado”. Algo así como el puchero de MasterChef, pero aplicado a la política turnista decimonónica.

En otros regímenes diferentes los “pucherazos” no son el resultado de acuerdos, ni de ningún tipo de fair play entre los grandes partidos mayoritarios, sino de una imposición de tiranos o dictadores que se aferran al poder. El ex Ministro venezolano de Fomento -y exitoso comunicador afincado en Norteamérica- Moisés Naím cuenta en su apasionante novela “Dos espías en Caracas” como, en la Venezuela de Hugo Chávez, sus colaboradores cubanos instalaron -a instancias de Fidel Castro– un sofisticado software informático para que El Comandante dejara de perder elecciones frente a la oposición democrática.

Uno de los focos más plausibles de fraude electoral está en el voto por correo. Y es donde -en el futuro- junto con el control de los sistemas informáticos de recuento y de voto electrónico, debería implantarse en todo el mundo una vigilancia mucho más estricta. Tengan en cuenta que, en las recientes elecciones norteamericanas, se han emitido más de 30 millones de sufragios mediante esta modalidad de votación, los cuales serían más que suficientes para decidir cualquier elección. También ha generado importantes reticencias la intervención de empresas suministradoras de hardware y software para procesos electorales, como la canadiense Dominion o la española Indra, señaladas por algunos abogados y medios por sospechas de fraude en sus programas de recuento electrónico.

El voto por correo presenta varios inconvenientes frente al voto presencial. Primero, la existencia de sistemas electorales que permiten -como en muchos Estados norteamericanos- que una persona recolecte los votos de diferentes grupos de votantes. Ahí las garantías frente al voto presencial (en el que el votante se presenta en persona ante su Colegio electoral, guarda cola individual, se identifica y tiene que introducir su voto en la urna por sí mismo ante los diferentes miembros de la Mesa) disminuyen considerablemente. Las circunstancias en las que se emite el voto por correo aumentan exponencialmente la posibilidad de captaciones de voluntad en personas vulnerables, que se prestan más fácilmente a ser objeto de chantajes, amenazas, manipulaciones interesadas o campañas fraudulentas. Ello con independencia de que puedan darse casos de duplicidades, votos de personas no incluidas en el censo, e incluso de personas ya fallecidas.

Los modernos sistemas democráticos precisan de muchos controles independientes ajenos al poder gubernamental. Pero en España estamos recorriendo desde hace tiempo el exacto camino inverso. Nada escapa hoy en nuestro país al férreo control de Sánchez y sus socios. No quiero resultar alarmista, pero el día en que este autócrata tema perder el sillón habrá que andarse con ojo. Recientes cambios en nuestras empresas concesionarias del recuento de votos hacen saltar todas las alarmas, y también una actual investigación de la Fiscalía por manipulaciones informáticas en el recuento de votos en las elecciones a la Cambra de Barcelona, donde se aupó a la presidencia al delfín de Puigdemont. Tengan presente además que, si pudiera demostrarse que Biden ha ganado ilegalmente a Trump, la gran progresía internacional respaldaría entusiasmada el fraude. Aunque hoy todos critiquen los pésimos modos del presidente saliente, el progresismo nunca ha demostrado llevarse demasiado bien -en ningún lugar del mundo- con el fair play electoral.

Por Álvaro Delgado Truyols