La Navidad es una época especial. Aún en un año tan canalla como éste. Especialmente, para quienes tenemos una formación cristiana que impregna desde su base toda la cultura occidental. Los deseos de reunirnos con la familia, abrazar a los seres queridos, compartir celebraciones, cenas y comidas con los rituales y productos típicos de la época, ver las calles y tiendas iluminadas, y felicitar a nuestra gente más apreciada no se han volatilizado. Ni se los ha cargado el bicho, ni las desconcertantes e improvisadas medidas que adoptan continuamente nuestros gobernantes. Otra cosa será que debamos disfrutar de todo ello con responsabilidad, respetando las normas y lamentando las ausencias. Algunas por una mera cuestión geográfica, y otras porque tristemente ya no volverán.

El Grinch fue una criatura peluda y cascarrabias, protagonista de un cuento navideño publicado en 1957 en los Estados Unidos por el Dr. Seuss, cuyo objetivo era fastidiar la Navidad a todos los habitantes de Villaquien, una localidad cercana a la cueva montañosa en la que vivía. En el año 2000, la historia fue llevada al cine y protagonizada por Jim Carrey, creando un personaje que se hizo popular en todo el mundo infantil.

En España, veinte años después del estreno de la película, nos ha caído del cielo un nuevo Grinch. Un tipo también peludo y cascarrabias, empeñado en dinamitar la Navidad. Aunque desprovisto de la inocencia tontorrona de Jim Carrey. Nuestro Grinch españolazo es un tipo malencarado, al que no le gusta el Niño Jesús, ni ver a Papá Noel repartiendo regalos. Él prefiere importarnos a otro tipo gordo, habitualmente vestido de rojo -llamado Nicolás Maduro– repartiendo a mansalva represión y miseria. Preferiblemente lejos de la villa de Galapagar, no sea que los mellizos y la churri se queden sin regalos. Nuestro peculiar Grinch se llama Pablo Iglesias, y lleva varias semanas enfurruñado con dos cosas: una, que todos los españoles abominemos de la Navidad; y otra, que el Rey Felipe VI hiciera una condena explícita de su padre en su mensaje televisivo de Nochebuena. Afortunadamente, y pese a la abulia de nuestro Presidente Pedro Sánchez, nuestro Grinch del moño y los pendientes no ha conseguido ni la una ni la otra.

Esperar de alguien que hable en público mal de su padre es una pretensión contra natura. Nadie en su sano juicio puede pedirle eso a un hijo. Ni al mismo Pablo Iglesias le podríamos pedir que hablara mal de su progenitor, por mucho que hubiera militado en el grupo terrorista FRAP y luego se hubiera acomodado en varios cargos oficiales durante el franquismo, llegando a ser Inspector de Trabajo en la época del dictador. Cosa que, a la inversa, bajo una hipotética dictadura de los amigos de su hijo, resultaría sencillamente imposible. Y es que un padre siempre es un padre. Pero, aparte de eso, díganme por favor qué entienden ustedes cuando un hijo declama literalmente -ante todos los españoles el día de su cena más familiar- la frase siguiente: “Los principios morales y éticos nos obligan a todos por encima de consideraciones personales y familiares”. ¿No les queda bien claro lo que eso significa? Será que algunos, víctimas de tanta reforma educativa, no entienden bien el idioma castellano.

A Iglesias, y también a sus socios en esta compleja aventura de Gobierno, no les molesta el discurso del Rey. Les molesta el Rey mismo. Y no porque Don Felipe no sea un hombre cabal, formado y situado a años luz de quienes le critican, ni porque no hiciera un discurso impecable, sino por lo que su figura representa para el régimen constitucional del 78 y, especialmente, para la unidad de España. Cosas que a nuestro Grinch y a sus colegas de aventuras les repatean en lo más profundo de su alma.

El problema más grande que tenemos en España no es la existencia del Grinch. También existieron en el imaginario popular el tacaño Mr. Scrooge, protagonista del Cuento de Navidad de Charles Dickens, y otros siniestros personajes navideños. Lo preocupante es dejar que el Grinch dirija el cotarro pensando, ilusamente, que tú lo controlas. En nuestro país ya tenemos precedentes de excesos de confianza similares. El idolatrado Presidente de la Segunda República Manuel Azaña, inicialmente un izquierdista moderado, dejó hacer a los radicales de izquierdas, y hasta les entregó las armas en julio de 1936, pensando que les conseguiría dominar por su mayor inteligencia y oratoria. Pero le acabaron montando una guerra que duró tres años y acabó con un millón de muertos.

Su letal exceso de confianza acabó con un discurso lastimero, el último que pronunció como Presidente, en el que dijo lo siguiente: “cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que les hierva la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que… abrigados en su tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la Patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón”.

En la historia original, el Grinch, envidioso de la alegría de los habitantes del pueblo, les roba todos los regalos y adornos navideños para impedir que llegue la Navidad. Pero descubre que -pese a sus fechorías- la Navidad llega igualmente. Entonces se da cuenta de que la fiesta de la Navidad es bastante más que adornos, regalos y banquetes. Y su corazón se hace más grande, devuelve los regalos y adornos robados, y acaba siendo aceptado cariñosamente en la comunidad. Pero en España, nuestro Grinch particular tiene un problema diferente. Porque el día en que descubra que no puede impedir la Navidad, y tenga que aceptar a Papá Noel o a los Reyes Magos, no será aceptado en la comunidad. Simplemente se le acabará el chollo.

Por Álvaro Delgado Truyols