Llevo tiempo pensando que algunos Estados modernos gustan de tratar a sus ciudadanos -en una actitud paternalista e interesada que va creciendo con los años de manera exponencial- como a críos menores de edad. Y también que muchos individuos actuales se sienten cómodos y felices con el desarrollo de esa nueva anormalidad. El tutelado jardín de infancia en el que nos quieren enclaustrar a todos se pone de manifiesto día a día en la propaganda política, en el discurso de muchos medios de comunicación, en el comportamiento de las hordas posmodernas en las redes sociales, en la propia legislación cool que elaboran los Parlamentos actuales y hasta en la actitud paternalista de algunos Tribunales de Justicia o de ciertas Universidades, que sobreprotegen e infantilizan a los justiciables o a su alumnado. Hace escasos días llegó a mis manos un tuit del ex Ministro de Educación y Cultura José Ignacio Wert, que describía muy bien esta desconcertante situación: “el mundo occidental se ha convertido en un puñado de niños apartando meticulosamente del plato todo aquello que no les gusta”. Lamentablemente, el preocupante estado de la cuestión no podría representarse de una forma más gráfica.
Y, en mi opinión, lo más grave de todo no es la actitud neopuritana de algunos gobernantes, sino que los gobernados nos acomodemos sin rechistar a este trato degradante inferido por un Estado omnipotente que manifiesta serias dudas sobre nuestras capacidades intelectuales y nuestra madurez personal. Por las cuales nos va apartando del plato las espinas del pescado, los huesos de la carne y los sabores más intensos, de las televisiones los dramas y las preocupaciones, y hasta del periodo de la pandemia la visión de los ataúdes de nuestros muertos, intentando que nuestra pueril guardería sea un completo oasis de buenrrollismo, placidez y felicidad. Pretenden que sazonemos nuestra existencia con ketchup o mayonesa pero no con chile, wasabi o guindillas picantes, no le vayan a sentar mal semejantes productos heréticos a nuestro delicado cerebro adolescente. Justo lo contrario de lo que representa, habitualmente, el discurrir de la vida misma de un ciudadano normal y corriente.
Ese revisionismo infantiloide, que hoy alcanza a todo el mundo occidental, extiende también sus tentáculos más allá de la política, hacia los campos de la historia y del arte. La cruel revisión de la historia la contemplamos a diario, exacerbada con el derribo de estatuas y monumentos ejecutado por niñatos con auriculares inalámbricos y móviles de 800 pavos, adeptos a Instagram y a Tinder, que juzgan -con el sesgo retrospectivo que les confiere una vida confortable desde el mullido sofá de la casa de sus viejos- realidades que afectaron a tipos que morían de sífilis o escorbuto, escribían en pergaminos, no se lavaban en meses, comían pescado en salazón y viajaban en carruajes o en carabelas. Con el agravante de afectar sólo a las democracias liberales occidentales, dejando extrañamente al margen de su vandalismo revisor a cantidad de pueblos sin libertad sometidos a crueles dictaduras políticas o religiosas, y a multitud de regímenes actuales que maltratan a mujeres, infieles y homosexuales. Todos estos resultan sorprendentemente intocables para nuestros activos revisionistas millenial.
Por otro lado, el filtro que han colocado sobre las obras de arte para que el nuevo puritanismo decida por nosotros qué película, canción, pintura o escultura podemos disfrutar y cuál no, por si su génesis o composición ofende en demasía nuestra débil e influenciable personalidad, constituye un atentado mayúsculo a la creación artística. Porque el verdadero arte nace pocas veces de querubines acomodados vestidos con carísimos vaqueros rotos manejando compulsivamente su smartphone en la tumbona de la piscina, y en bastantes más ocasiones de personajes atormentados, genios provocadores, existencias miserables o duras experiencias vitales que han estimulado en algunos individuos un sublime talento creador.
¿Quién nos iba a decir que la izquierda internacional, abanderada oficial de tantas aperturas y novedades sociales en el siglo pasado, se iba a volver adalid del nuevo puritanismo y censora de las más variadas expresiones artísticas? Y es que el actual “progresismo” ha adoptado todas las características de una nueva religión, incluyendo la cada vez más radical fanatización de sus adeptos. Los seguidores de todos estos movimientos revisionistas los viven con parecida intensidad a cómo vivían su fe religiosa muchos creyentes de siglos pasados. Huyendo de los múltiples matices de la vida y acercándose al integrismo y a la intolerancia censora. Cierto es que cristianismo y marxismo -con sus enormes diferencias- respondieron históricamente a parecidos planteamientos filosóficos, ejerciendo un papel de guerra cultural contra viejos sistemas opresores. Aunque algunos pretendan hoy que el segundo constituya -a pesar de sus reiterados fracasos históricos- una versión laica, materialista y terrenal del primero. No resulta extraño que el bloguero y periodista radiofónico norteamericano Matt Walsh escribiera que “el progresismo actual es la religión del autoaborrecimiento: enseña a los blancos a odiar su raza, a la mujer a odiar su femineidad, a los patriotas a odiar su país y a Occidente a odiar su historia”.
La falta de educación en valores, la incultura generalizada, el hedonismo y la fatua comodidad de las sociedades occidentales están haciendo el resto. Qué difícil nos lo ponen a estas alturas para disfrutar -en su plena intensidad y sin censuras- de todas las emociones que nos proporciona la vida. Las buenas y las menos buenas. Nuestros nuevos puritanos deben saber que algunos nos rebelamos contra su siniestro mensaje, y que nos gusta ser considerados -a todos los efectos- como ciudadanos plenamente adultos. Que nos encanta conocer opiniones discrepantes, asumir nuestra historia, aceptar nuestras faltas, admirar nuestro arte, dominar nuestras contradicciones, discernir con matices, comprender al diferente y, sobre todo, gozar y sufrir en paz.
Por Álvaro Delgado Truyols
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