Hace escasas fechas hemos vivido una situación desconcertante que no nos deja en muy buen lugar como país. Y que pone en cuestión esa communis opinio de los Estados del Norte de Europa de que todos los países del Sur somos iguales. Mientras que en España el Gobierno empleaba todas sus armas para evitar la declaración judicial -como investigado- del Delegado del Gobierno en Madrid José Manuel Franco ante la Magistrada Carmen Rodríguez Medel por autorizar la manifestación feminista del 8-M, en Italia su Primer Ministro Giusseppe Conte, y sus Ministros de Interior Luciana Lamorgese y de Salud Roberto Speranza, declararon como testigos durante varias horas ante la Fiscal que investiga la gestión de la pandemia en la provincia de Bérgamo, una de las más afectadas por el coronavirus. Y al Gobierno italiano no se le ocurrió utilizar todos los medios a su alcance, ni cesar a nadie de entre los investigadores, para evitar la comparecencia judicial de tres de los más destacados miembros del Gabinete.
Conte remató el asunto declarando a los medios que “todas las indagaciones e investigaciones son bienvenidas” y que “los ciudadanos tienen todo el derecho a conocer y nosotros tenemos la responsabilidad de responder”, en una ejemplar asunción de los deberes de un gobernante. Antes había demostrado buen criterio nombrando Presidente del Grupo de Expertos para la Reconstrucción Nacional al independiente Vittorio Colao, ex CEO de Vodafone y dueño de un currículum vitae apabullante en el mundo empresarial, mientras que Pedro Sánchez puso al frente de nuestro órgano equivalente al veterano fontanero del PSOE Patxi López, acompañado por el podemita Enrique Santiago, conocido por haber sido abogado de la narcoguerrilla colombiana FARC, ambos con una formación personal y un perfil económico muy mejorables. Como pueden ustedes comprobar, no resulta exactamente cierto que todos los países del Sur seamos iguales.
El gran político Thomas Jefferson, Tercer Presidente de los Estados Unidos y unos de los más brillantes estudiosos clásicos de la cosa pública, acuñó en el siglo XVIII la frase de que “cuando alguien asume un cargo público debe considerarse a sí mismo como propiedad pública”. Para que se hagan una idea de la talla del personaje, cabe recordar aquí la anécdota de cuando John Fitzgerald Kennedy organizó durante su mandato presidencial una recepción en la Casa Blanca a los ganadores del Premio Nobel en el año 1962, en la que dijo: “creo que ésta es la colección más extraordinaria de talento y del saber humano que jamás se haya reunido en la Casa Blanca, con la posible excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo”. El pensamiento del ilustre político norteamericano no puede estar más alejado del comportamiento de nuestros irresponsables gobernantes actuales, para quienes la ejemplaridad en la gestión y la asunción de responsabilidades personales por sus decisiones políticas les suenan a ecos lejanos una galaxia sideral.
Es cierto que algunos artículos de nuestra Constitución recogen supuestos de responsabilidad de nuestros gobernantes: el 71 la responsabilidad penal de Diputados y Senadores, el 102 la responsabilidad penal de los miembros del Gobierno, el 108 la responsabilidad política solidaria del Gobierno por su gestión, y el 113 la exigencia de responsabilidad política al Gobierno por parte del Congreso de los Diputados mediante la moción de censura. Pero, como bien han manifestado algunos juristas, nuestro sistema de responsabilidad es profundamente imperfecto: la Constitución prevé la responsabilidad del Gobierno ante los representantes de los ciudadanos (Diputados), pero ignora la posibilidad de exigir responsabilidades a sus representantes electos por parte de los ciudadanos electores. Y mientras que un votante defraudado no puede exigir explicaciones a quien ha hecho mal uso de su voto, los partidos sí pueden multar, por ejemplo, a quien se salte la disciplina de voto. Todo ello acaba generando un limbo legal en el que los gobernantes irresponsables se acaban moviendo como peces en el agua.
Otras esferas importantes de responsabilidad son las de la corrupción política o las decisiones que infringen el interés público o el bien común, incluyendo las que causan dramas humanitarios o producen costosas indemnizaciones con cargo al erario público. Mientras que la corrupción aparece en todas las encuestas como una de las preocupaciones esenciales de los ciudadanos españoles, el gastar dinero público a espuertas sin fundamento o generando costosas indemnizaciones futuras no acaba de verse como una forma de corrupción. Lo que sucede, por ejemplo, cuando se descalifican suelos urbanizables por criterios puramente ideológicos. Si los Tribunales acaban condenando años después a la Administración actuante debería exigirse responsabilidad personal a los políticos que adoptaron tales decisiones arbitrarias, y no cargar a las arcas públicas las indemnizaciones a favor de los perjudicados. Lo mismo podemos decir si se demuestra que ha habido irresponsabilidad en la toma de decisiones políticas en la época de la pandemia, en un país como el nuestro que acumula el doble récord de ser el que más muertos tiene por habitante y el que va a sufrir la peor recesión económica, según acaba de pronosticar el FMI.
Mientras no se exijan responsabilidades personales por las decisiones políticas nunca tendremos políticos responsables. Los británicos, que son muy suyos pero que -en muchos temas- nos dan con cucharita, elaboraron hace más de 20 años el llamado “Informe Nolan”, encargado en su día por el Primer Ministro John Major, y que ha sufrido ya varias actualizaciones posteriores. Ese fundamental documento, publicado por la Cámara de los Comunes, estableció los parámetros de comportamiento en el seno de la Administración pública, con especiales normas destinadas a los miembros del ejecutivo británico, todas ellas basadas en un principio absoluto de rendición de cuentas. Ya había dicho Winston Churchill que el problema de los tiempos modernos “es que los hombres no quieren ser útiles sino importantes”. Pero en el país de Sir Winston no sólo dejan frases para la historia, sino que además -como hemos visto- se aplican el cuento, encargándose de que los políticos, además de útiles, sean también honrados y acaben pagando -con su dinero- cuando cometen errores graves.
Por Álvaro Delgado Truyols
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