Pocas veces en la vida se queda uno huérfano de un extraño. De alguien a quien nunca has conocido en persona, pero que tienes muy presente por alguna razón. De alguien cuya existencia te ha dejado una determinada huella. La orfandad es una situación dura y antinatural que tiene mucho que ver con la sangre y los afectos, pero también con la búsqueda de referencias en la compleja trayectoria de la existencia. Aparte de dolor, genera desorientación y sensación de desamparo. Es, tal vez, de los peores sentimientos que puede experimentar un ser humano. A mí esa extraña sensación me ha abrumado ya dos veces. La primera, cuando falleció Antonio Herrero, extraordinario comunicador de radio y también de prensa escrita, hace ya más de veinte años, el 2 de mayo de 1998. La segunda, al morir hace unos días David Gistau. Ambos se fueron demasiado pronto, en plenitud, tras practicar sus deportes favoritos. Uno con 43 y otro con 49. Dos genios. Más jóvenes de lo que yo soy ahora.
Mucho se ha escrito estos días sobre Gistau. Mucho y bueno. Lo han hecho los mejores. Ni en sueños se me ocurriría intentar superarlo. Aunque sí aportar una visión diferente. La de alguien que nunca le conoció. Pero que le leía todos los días en este diario y que escuchaba sus certeras intervenciones radiofónicas en el programa del gran Carlos Herrera, en las mañanas de la COPE. Otra persona de la que también me siento huérfano, el maestro Luis Aragonés, el mayor talento natural que jamás he conocido para entender el complejo mundo del fútbol -a quien sí tuve la ocasión de tratar personalmente- decía siempre que “se juega como se entrena”. Pues yo, como lector compulsivo y cronista aficionado, quiero añadir a su certera reflexión que también se escribe como se vive. Gistau lo hacía. Su mayor afición era darse guantazos con sus amigos en un gimnasio de boxeadores de barrio. Por eso escribía valiente, incisivo, directo, preciso, elegante, contundente. Pero, a diferencia de otros muchos de sus colegas, tan esclavos del ingenio o del estilo y tan carentes de humanidad, sus columnas traslucían nobleza, bonhomía, positividad, ansia de mejorar el mundo en el que vivía. Gistau tenía algo mágico cosido a su desbordante talento. Transmitía alma.
En un mundo de tantos egos, envidias y rencillas como el del columnismo de élite, el fornido boxeador -aunque suene paradójico- era un tipo amable, divertido, cariñoso, positivo. Una gran persona, apreciada por todo el mundo, aunque había quedado huérfano a los 15 años, hecho que le marcó de por vida. Él repartía sopapos en un ring a cara descubierta mientras otros de su gremio parecen mal llevar sus hemorroides clavando alfileres a un vudú en un cuartucho oscuro sin ventilar. Unos son gente noble que desprende autenticidad, otros son tipos amargados que destilan bilis. Y eso se manifiesta claramente en sus escritos. Ha sucedido así con destacados columnistas de este país, reconocidos por su acertada orfebrería con la pluma pero despreciados por su vitriólica personalidad. Y es que, en la élite, la mayoría exhibe talento. Pero el talento es un don. Nunca un mérito. Lo importante es lo que cada uno hace con él. Y con el suyo, el gran Gistau regalaba vida.
Cuando hace días Martin Barow y John Witherow, Directores de The Washington Post y The Times, recogieron en Madrid su galardón en los Premios Internacionales de Periodismo 2019 del diario El Mundo, ambos explica-ron su exitosa transformación digital fundamentada en el incremento de la rentabilidad vendiendo calidad. En unos tiempos inciertos por el declive de la prensa en papel y los inicios de los contenidos de pago, ellos mostraron el ejemplo de cómo la gente está dispuesta a pagar en internet para acceder a un periódico de gran nivel. Por estar mejor informado, por leer a los grandes columnistas, por disfrutar de los mejores reportajes de investigación. La calidad siempre prevalece, y en eso Gistau era un ejemplo. Basta ver la conmoción que ha causado su muerte en todos los ámbitos de la vida española, sin distinción de ambientes, siglas ni colores. Una unanimidad sin paliativos que es el mejor estímulo para los complejos tiempos digitales que se avecinan.
Muchos de los obituarios que se le han dedicado, especialmente en estas páginas, han sido sentidos y emocionantes. Todos eran de gente cercana. Pero sus lectores y oyentes, los que nunca tuvimos la inmensa suerte de conocerle, también merecemos despedirnos de él. El gran Arturo Pérez-Reverte, que en general regala pocos halagos, le homenajeaba diciendo que “la vida, que a menudo premia a los canallas y es despiadada con los seres nobles, se ha vengado de él casi a la misma edad que la de su padre, volviendo a dejar unos hijos muy pequeños, huérfanos bajo una sombra inmensa”, para rematar “descanse para siempre David Gistau en el recuerdo de los innumerables amigos a los que deja con el corazón destrozado. Descanse en la paz eterna, tan merecida, de los hombres grandes, nobles y valientes”.
Este artículo ha sido escrito de corrido, a borbotones, en un plano secuencia -tal como fue grabada 1917, la magnífica película del talentoso director británico Sam Mendes-. Es resultado del impacto emocional y el desamparo intelectual en el que me ha sumido -me temo que para mucho tiempo- la ausencia de un tipo al que nunca he conocido, el maestro Gistau. En un mundo de gente despiadada, de envidias similares a las que abundan en la trayectoria musical de las folclóricas, de zancadillas y rencores, de fulanos que se creen Messi por juntar letras con cierto oficio en diarios sin lectores, se nos ha ido un referente inmenso. El escritor grandullón que tenía la concesión -casi en exclusiva- del talento periodístico sin maldad. El tipo que decantaba en sus escritos lo mejor del ser humano. El tipo que todos los días regalaba ingenio envuelto en alma. Como escribió acertadamente Rubén Amón, ¿y a quién coño leemos mañana?

Por Álvaro Delgado Truyols