“Hace 87 años nuestros padres crearon en este continente una nueva nación, concebida en la libertad y consagrada al propósito de que todos los hombres son creados iguales. Ahora estamos envueltos en una gran Guerra Civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier otra así concebida y dedicada, puede perdurar en el tiempo”….

Así comienza uno de los grandes discursos de la historia, pronunciado por Abraham Lincoln en el campo de batalla de Gettysburg el 19 de noviembre de 1863. Gettysburg es un pueblo de Pensilvania, donde se libró meses antes la peor batalla de la Guerra de Secesión. Allí el ejército de la Unión, tras duros combates y cerca de 50.000 muertos, derrotó la ofensiva sudista para envolver Washington D.C. Esa gran batalla fue clave para mantener la unidad de la nación, consumar la liberación de los esclavos y asentar los cimientos de la gran potencia mundial que conocemos hoy en día.

Hace ahora 82 años que terminó la Guerra Civil española. Cinco años menos de lo que hacía cuando Lincoln habló en Gettysburg de la fundación de los Estados Unidos. La nuestra fue también una lucha entre hermanos, que puso a prueba si la nación española -víctima de las polarizaciones y las pulsiones revolucionarias del primer tercio del siglo XX- podía o no perdurar.

Aunque los libros de texto expliquen una versión maniquea, nuestra Guerra Civil no fue resultado del delirio de un General enajenado. Que ni siquiera encabezó la rebelión, incorporándose a ella días después -como la mitad del pueblo español- ante los intentos del Frente Popular de erradicar el catolicismo, eliminar a la oposición e instaurar violentamente una dictadura del proletariado. La guerra fue el resultado del choque de dos mundos, el conservador y el reformista, cuando éste trocó en revolucionario, violento y excluyente. Ya en 1934 la izquierda radical y el separatismo se sublevaron contra la República, asalto que consumó el documentado pucherazo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936. Para ellos, la oposición no tenía derecho a existir pues “la República era para los republicanos”. Por eso recordaba Rita Maestre “arderéis como en el 36”, añadiendo Pablo Iglesias “la derecha nunca volverá a gobernar”.

Cinco días antes de estallar la guerra, los escoltas del dirigente del PSOE Indalecio Prieto fueron a casa del líder de la oposición monárquica, José Calvo Sotelo, y lo montaron en un furgón policial para interrogarle en la Dirección General de Seguridad. Bajando la calle Velázquez de Madrid le pegaron dos tiros en la nuca, arrojando su cadáver a las puertas del cementerio. Lo habían intentado poco antes con José María Gil Robles, líder de la oposición derechista, pero su salida de Madrid le salvó. El jefe del comando asesino, Fernando Condés, llamó a Prieto, quien le aconsejó ocultarse, lo que hizo en casa de la diputada socialista Margarita Nelken. Días después, entre maniobras dilatorias del Gobierno de la República denunciadas por el Juez, Ursicino Gómez Carbajo, unos milicianos socialistas robaron el sumario de la sede del Tribunal. Ese era el ambiente idílico y de libertades que precedió al estallido de nuestra Guerra Civil, con la notable contribución del PSOE.

La historiografía izquierdista trata de explicar lo injustificable con acusaciones de “fascismo” a Calvo Sotelo, que era el líder monárquico. Así hace Ángel Viñas en su última obra, tratando de salvar rescoldos humeantes de la fracasada Segunda República. Pero el propósito de asesinar a los líderes de la oposición aparece como un baldón en muchos libros de historia. Aunque en España siempre alguien acaba llamando “fascistas” a los asesinados y “demócratas” a los asesinos.

No interpreten estos hechos -de forma simplista- como una justificación del golpe de Estado, que lamentablemente desembocó en una guerra fratricida y una implacable dictadura. Pero ignorando las circunstancias resulta imposible entender las consecuencias. Y, en la España actual, pocos quieren conocer la verdad. ¿Por qué creen ustedes que la “Ley de memoria democrática” -propuesta por el PSOE- limita su ámbito temporal a lo sucedido desde el 18 de julio de 1936 hasta la aprobación de la Constitución en 1978? Porque lo que hicieron pocos días antes unos militantes de su partido no interesa que se divulgue.

Grandes líderes políticos de la humanidad, entre ellos Abraham Lincoln, dijeron en sus discursos que “el pueblo que ignora su historia está condenado a repetirla”. Nosotros no sólo ignoramos los aspectos más trágicos de la nuestra, sino que los convertimos en “Belle Epoque”, reduciendo un drama nacional a un folletín de rojos buenos, guapos e idealistas contra azules ridículos, violentos y autoritarios. Nadie parece haber leído las obras de Stanley Payne, Julius Ruiz, Pío Moa, Alfredo Semprún, José Javier Esparza, Manuel Álvarez Tardío, Roberto Villa, Gabriele Ranzato, Fernando del Rey o Miguel Platón, investigadores actuales no contaminados de romanticismo revolucionario. Ya dijo el historiador inglés Antony Beevor que “la Guerra Civil española es la única en la que los perdedores escribieron la historia”.

Cuando uno fomenta la violencia, ésta se acaba volviendo incontrolable. Por eso hay que vigilar las actitudes irresponsables y, sobre todo, tratar de explicar las cosas como fueron, sin miedo a la verdad. Abraham Lincoln venció a los Confederados en Gettysburg pero, allí mismo, creó un Cementerio Nacional en homenaje a todos los muertos, abogando por la reconciliación y la unidad en uno de los discursos más brillantes de la historia, que acababa diciendo: “estos muertos no habrán perecido en vano, está nación tendrá un nuevo nacimiento en la libertad, y el Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no perecerá de la Tierra”.

    El socialista Indalecio Prieto escribió al Presidente Juan Negrín, recién acabada la Guerra Civil, que “pocos españoles de la actual generación están libres de culpa por la infinita desdicha en que han sumido a su Patria. De los que hemos actuado en política, ninguno”. Tristemente, 82 años no han bastado para reconciliarnos, y aquí seguimos ajustando cuentas. Será la distancia sideral que existe entre Lincoln y Gettysburg y Sánchez y España.

Por Álvaro Delgado Truyols