Todos los integrantes del género humano, como también sucede en el mundo animal, somos esencialmente diferentes. No existen dos seres humanos idénticos en rasgos físicos, carácter, capacidades o aptitudes, ni en los casos de hermanos gemelos. Es éste un hecho evidente, que no tiene por qué generar dramas ni consecuencias indeseables. Nuestra enorme diversidad nos aporta una gran variedad y, en el fondo, una importante riqueza. Una especie integrada por seres clonados constituiría un horror indescriptible.

La desigualdad entre los seres humanos nos viene a todos de fábrica. La caprichosa naturaleza, con su combinación de elementos genéticos y ambientales, nos aporta características físicas, virtudes y defectos, aptitudes y carencias, limitaciones y posibilidades. Que luego con tiempo, aprendizaje y esfuerzo, cada uno puede desarrollar. Es algo conocido que existe un buen número de kenianos con facultades innatas para el atletismo, de neozelandeses para el rugby o la navegación, de rusos para el ajedrez, de norteamericanos para el baloncesto, de italianos para el arte o de asiáticos para las matemáticas o la tecnología. Son habilidades manifestadas a lo largo de la historia, repartidas aleatoriamente por la naturaleza en diversos lugares de la Tierra. Y poco se puede hacer frente a ellas, salvo ignorarlas o desarrollarlas. Por eso, yo jamás podré correr como Eliud Kipchoge, o encestar canastas como Shaquille O’Neal, aunque algunos quieran exigirme la igualdad.

Sin embargo, ciertos políticos actuales pretenden convencernos de la necesidad de una igualdad forzosa, aunque impuesta por ellos a su capricho, disimulando los privilegios que siempre se reservan las élites que la imponen. Sin distinguir la igualdad de derechos de la igualdad de cualidades. Ignorando, además, el hecho de que hasta los integrantes de una misma familia acaban experimentando -con el tiempo- trayectorias vitales muy diferentes, pese a tener una misma educación e idénticas oportunidades.

Todos conocemos que el desarrollo de las sociedades capitalistas genera desigualdades. Y que la evolución de las sociedades comunistas produce habitualmente miseria. ¿Con qué opción, entonces, nos quedamos? ¿Con la que más romántica resulta y peores resultados ofrece? ¿Entonces, moderamos la desigualdad o generalizamos la pobreza? Resulta falso el relato de que el mundo actual ha incrementado la desigualdad, generando un creciente resentimiento social. Imaginen las desigualdades y resentimientos en épocas como el antiguo Egipto, la Edad Media, la época colonial o la revolución industrial, sin existir derechos sociales ni estados del bienestar. La diferencia es que hoy existen políticos, periodistas y redes sociales contándolo todo al detalle.

Otro elemento esencial -bastante menos comentado- es el de la actitud personal ante la desigualdad. No es justo tratar igual a quien se esfuerza que a quien se acomoda. A quien estudia, se forma y trabaja que a quien se dedica a la queja, la picaresca o la holganza. No vale encubrir bajo excusas tramposas la pereza o la ausencia de ganas de trabajar. Nadie tiene derecho a exigir siempre vivir a costa del esfuerzo de los demás.

En las sociedades democráticas contemporáneas la contribución de los ciudadanos a la igualdad se articula a través de los impuestos. Especialmente en los países -como España- con un sistema tributario progresivo, en el que paga más el que más gana. Hoy sólo 20 millones de españoles pagan el IRPF, resultando que un 40% de los ciudadanos financia con su trabajo el bienestar de los demás. Sabiendo que los que más ganan de ese 40% acaban pagando al fisco casi el 60% de sus ingresos totales (entre IRPF, IVA, Patrimonio, Sociedades, Impuestos municipales y Tasas varias), ¿qué más les podemos pedir? ¿Se lo quitamos todo?

El gran debate sobre la desigualdad, que tiene un innegable fundamento filosófico, ético y económico, está siendo adulterado por posturas demagógicas que lo convierten en una polémica tramposa. Imponer la igualdad forzosa desincentiva el esfuerzo y la productividad, y genera aspirantes a vivir como parásitos sociales. Resulta muy diferente proteger socialmente a los más desfavorecidos -algo en lo que todos estaremos de acuerdo- que mantener a una caterva de ociosos que encubren su vagancia bajo la excusa de la desigualdad. Como siempre sucede en la vida, en el término medio suele habitar la virtud.

Aparte de una inicial igualdad de oportunidades -que resulta cubierta en países con servicios públicos esenciales como la sanidad, la educación, la seguridad, las infraestructuras y las atenciones sociales básicas financiadas por el estado del bienestar- la única igualdad que debe garantizar de verdad un moderno país democrático es la igualdad ante la Ley. Que hoy resulta poco respetada con la pésima legislación que se elabora. Fuera de ella, es preferible la desigualdad en la prosperidad que la igualdad en la pobreza. ¿Quién no prefiere la desigualdad de Dinamarca que la igualdad de Cuba o Venezuela? Imponer una igualdad forzosa llevando a todos a la miseria es un engaño descomunal. Y sólo conduce a la tiranía.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 20 DE MARZO DE 2023.

Por Álvaro Delgado Truyols