Parece algo evidente que los regímenes democráticos deben articular mecanismos para defenderse de los ataques de sus enemigos, exteriores o interiores. Pero también, y ello resulta fundamental, para defenderse de sus propios gobernantes. Este viejo axioma del Derecho constitucional, formulado por mentes preclaras como la del norteamericano Thomas Jefferson, debería estar hoy más vigente que nunca.

Thomas Jefferson, autor principal de la Declaración de Independencia de 1776 y considerado como uno de los padres fundadores de su nación, fue el tercer Presidente de los Estados Unidos de América (1801-1809). Junto con Abraham Lincoln y George Washington, constituye la terna de Presidentes más admirados por todos los ciudadanos norteamericanos. Su rostro aparece hoy en los billetes de dos dólares y en un gran número de monumentos repartidos por todo el país, como las famosas efigies rocosas del Monte Rushmore, en Dakota del Sur. Ello da idea de la importancia de su figura, admirada por su excelso nivel como político y también como filósofo, vocaciones que materializó -tras retirarse de la vida pública- fundando la Universidad de Virginia.

El respeto moderno hacia su figura es tal que un día el Presidente John F. Kennedy, tras recibir en la residencia presidencial a un grupo de ganadores del Premio Nobel, declaró que había sido “la mayor concentración de talento reunida jamás en la Casa Blanca, con la probable excepción de cuando Thomas Jefferson cenaba solo”. Pues bien, el gran político virginiano fue uno de los precursores del establecimiento de un sistema constitucional de “checks and balances”, o sea, de controles legales al ejercicio del poder, bajo la ingeniosa opinión de que “el Gobierno de la Nación es una necesidad peligrosa que debe instituirse para el beneficio común, la protección y la seguridad del pueblo, pero debe ser vigilado de cerca y circunscrito en sus poderes”. Y eso lo pensó y lo desarrolló a finales del siglo XVIII. Algunos, viendo como nuestro actual Gobierno se está convirtiendo en el principal enemigo del Estado, echamos de menos que los constituyentes españoles tuvieran la misma clarividencia.

Mientras, hace dos años, los ciudadanos introducíamos una papeleta en la urna de las últimas elecciones generales estábamos decidiendo, sin ser bien conscientes de todo ello, que un solo tipo –mentiroso compulsivo y carente de principios y de cualquier tipo de escrúpulo- manejara el gobierno, el parlamento, el ejército, las fuerzas y cuerpos de seguridad, la justicia, la fiscalía, la abogacía del estado, las embajadas, la mayoría de medios de comunicación, la censura de las redes sociales, el CNI, la educación, la sanidad, la vacunación contra el Covid-19 y hasta el reparto de los fondos europeos. Entre otras muchas cosas. Y todo ello sin ningún freno o contrapeso efectivo, pues él mismo se encargó de desactivar el control parlamentario, decretando el estado de alarma hasta mayo de 2021. ¿Les parece esto normal en un verdadero régimen democrático?

Cuando algunos pretenden “superar” el régimen político instaurado por la Constitución de 1978, como si fuera un modelo obsoleto que “constriñe” o “limita” nuestras libertades o la calidad de nuestro sistema democrático, no saben bien lo que dicen. Solo unos pocos aprovechados lo saben demasiado bien. Si de algo peca nuestro actual modelo constitucional es de excesivamente bienintencionado, pensado para una época en la que el consenso y la lealtad presidían el manejo de las instituciones. Por ello resulta evidente que debemos endurecer de forma urgente -e impedir que se desactiven- todos los posibles controles al ejercicio arbitrario del poder. Antes de que sea demasiado tarde. En la línea de lo que nos anticipaba, hace más de dos siglos, un eminente político de Virginia.

El necesario fortalecimiento de los controles al poder no lo defiendo ahora porque los esté desmontando Pedro Sánchez, cuya última peligrosa ocurrencia es acusar de partidismo al Tribunal de Cuentas. Ello podría ser un fallo momentáneo del sistema, o una mera disfunción coyuntural de nuestras instituciones. Lo hago porque, los desactive quien los desactive, eso no resulta saludable para ningún régimen democrático. Y porque el éxito del actual experimento -agravado por la situación de pandemia- puede resultar tentador para otros tipos con mentalidad totalitaria. Aunque es cierto que Sánchez ha mostrado muchos menos escrúpulos -tanto éticos como legales- que ninguno de sus antecesores en el cargo. De la misma manera que en una empresa o en una organización no se deja a alguien que haga y deshaga a su antojo, eso tampoco deberíamos permitirlo al hablar de las más altas instituciones del Estado.

En los Estados Unidos, gracias a Jefferson y a otras mentes preclaras, su Presidente -considerado como el hombre más poderoso del mundo- sufre importantes controles institucionales al ejercicio de su poder. Aparte de una racional y equilibrada distribución de competencias entre el Estado Federal y los Estados Asociados, el riguroso calendario político supone también una ingeniosa limitación. Las elecciones legislativas a la Cámara de Representantes y al Senado están intercaladas temporalmente con las elecciones presidenciales, de forma que, a mitad de su mandato de cuatro años, el Presidente debe refrendar el favor popular. Y si no lo ha hecho suficientemente bien, suele estar obligado a gobernar los dos años que le quedan en minoría parlamentaria.

Por otro lado, los tres primeros artículos de la Constitución norteamericana (aprobada en 1787) organizan los poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) de forma que ninguno de ellos adquiera excesiva primacía sobre los demás. Por ejemplo, el Presidente -como ha hecho Biden en sus primeros meses de mandato- puede dictar Órdenes Ejecutivas, pero la Corte Suprema puede imponer un veto a dichas Órdenes. También el Congreso debe aprobar los nombramientos de los Jueces de la Corte Suprema y de los Ministros. Y puede destituir al Presidente, justificadamente, mediante el procedimiento del “impeachment”.

Por la existencia de todos esos controles, el sistema norteamericano funciona realmente bien. Se concibió desde un principio para no entregar todo el poder a sus gobernantes, y para desconfiar de ellos. Con toda la razón. Dos siglos más tarde en España entendemos el porqué.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 5 DE JULIO DE 2021.

Por Álvaro Delgado Truyols