Oscar Wilde dejó escrito que “el trabajo es el refugio de los que no tienen nada que hacer”. Y Pablo Iglesias le hizo caso. Con el rollo del trabajo le van a venir a él, que aspira a representar a todos los trabajadores desheredados del mundo. Aunque sin trabajar, claro. Porque currar, lo que se dice currar, aunque sea de Vicepresidente Segundo del Gobierno para Asuntos Sociales, le aburre soberanamente. Por eso lleva años sin dar un palo al agua. Trabajar no entra en los parámetros mentales de alguien que ha nacido para ser revolucionario de plató de televisión. Y, por supuesto, financiando sus gastos con pasta ajena. De todos nosotros, siempre que sea posible.
Un Vicepresidente para lo Social que en un año de pandemia -que se ha cebado especialmente con la tercera edad- no ha sido capaz de visitar una sola residencia de ancianos ya da la exacta referencia de lo mucho que le preocupa su cargo. Aunque él está realmente muy ocupado. Pero en otras cosas, conspirando, poniendo tuits y viendo series. Y cuidando a su numerosa prole, en los ratos libres de la niñera que le pagamos entre todos. Y haciendo anuncios políticos –como el de su presentación a las elecciones autonómicas de la Comunidad de Madrid- desde su despacho en la Vicepresidencia del Gobierno, con infracción manifiesta de los artículos 50 y 53 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, al utilizar medios públicos institucionales -que no están a disposición de todos los demás candidatos- para hacer un anuncio electoral partidista. Pero ya se sabe que, para la tropa de Podemos, cumplir las leyes es sólo para los demás. Ellos están por encima. Como Luis XIV de Francia, que decía “l’État c’est moi”, para Iglesias y sus secuaces “le loi c’est moi”.
Tenemos una casta política -con escasas excepciones- a la que no le gusta trabajar, sino sólo ocupar el poder. Pero hacer cosas útiles con él para los ciudadanos les da una pereza tremenda, y la actividad que centra la mayor parte de sus esfuerzos es maniobrar con el único fin de conservarlo. Para eso tiene Pedro Sánchez más de 500 asesores contratados en Presidencia del Gobierno, y para eso ha formado un Gobierno –el más numeroso de la democracia- que cuesta a los españoles 7,5 millones de euros al mes, o 250.000 euros al día. Y ya han visto ustedes su magistral gestión de la pandemia y del proceso de vacunación. Su obsesión diaria es organizar golpes de efecto, mociones de censura y elaborar un relato permanente para venderse a través de medios y redes sociales. Con el único fin conocido de acaparar aún más poder.
Ahí está la diferencia fundamental con Isabel Díaz Ayuso. Una política novel, inexperta y a veces desconcertante, pero que quiere el poder para hacer cosas. Y así ha construido para los madrileños un hospital de pandemias (cuando la ratio de UCI disponibles era la que determinaba un mayor o menor grado de confinamiento) y ha luchado denodadamente contra todos los elementos para mantener abierta –en lo posible- la hostelería, los comercios y la restauración. Como escribió Jorge Bustos: “Isabel Díaz Ayuso tiene, como mínimo, las mismas pelotas que Pedro Sánchez, sólo que las tiene rellenas de convicciones. Quiere el poder para algo, no el poder por el poder”.
Y en ese dilema va a centrarse la campaña electoral madrileña. Una Presidenta popular que ofrece cosas tangibles (libertad comercial, bajadas de impuestos, crecimiento económico, apoyo a las empresas y autónomos, iniciativas valientes contra la pandemia) y una oposición de izquierdas que sólo promete la revolución. Que es parar a Ayuso como sea. Ya ha apelado Pablo Iglesias al “Frente Popular” para frenar a la “ultraderecha”, pretendiendo ganar la Guerra Civil justo 82 años después de su finalización. Cuando todo lo que pueden hacerle hoy a Franco es una triste mudanza televisada con su ataúd. Y eso como guión para “Juego de tronos” no está mal. Pero como patrón de vida futura para los ciudadanos madrileños resulta manifiestamente mejorable.
Lo único que demuestra Iglesias con esta arriesgada maniobra es algo que todos conocemos: un ego descomunal (desplaza a su equipo femenino en la Asamblea porque se cree mejor que ellas para enfrentarse a Ayuso) y un conocido olfato de supervivencia política. Sabe que pronto llegarán los recortes y, tal vez, elecciones generales; conoce las encuestas que pronostican una caída en picado -con riesgo de desaparición- de Podemos en la Asamblea de Madrid, y también pretende mantener su costoso ritmo de vida volviendo a su confortable hábitat natural en la oposición. Donde se desenvuelve como pez en el agua, y no gestionando presupuestos y asuntos de abueletes en la aburrida Vicepresidencia de Asuntos Sociales. Y todos sabemos que, si pintan bastos, nunca tomará posesión de su escaño en la Asamblea de Madrid. Porque él es, en el fondo, la verdadera oposición a Pedro Sánchez, a quien se le está descontrolando el patio con el ridículo de Arrimadas y la audaz maniobra de Ayuso. Su hábil manejo de la situación parece haber alcanzado el punto de inflexión.
El filósofo Antonio Escohotado, comentando su monumental obra “Los enemigos del comercio” (a la que dedicó 16 años de su vida), dijo que “todos los jefes de filas del comunismo fueron señoritos, hijos de papá, que vivieron de lo que les daba su familia. Marx dejó morir de frío y hambre a tres hijos antes de ponerse a trabajar en la Academia de Lenguas que tenía su amigo Wolff a dos manzanas de su casa. Lenin vivió 30 años de las remesas que le mandaba mamá. Ni un solo cabeza de lista igualitarista trabajó nunca. Todos creyeron que podían vivir de revolucionarios profesionales. Lo curioso es que ésto no nos lo han enseñado a ninguno en el colegio”.
Como pueden ustedes comprobar, en la izquierda más o menos radical -esa que presume de defender a todos los trabajadores del mundo- siempre ha existido una vieja tradición: la alergia al trabajo.
Por Álvaro Delgado Truyols
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