Ha causado furor en la opinión pública la peripecia de un policía mallorquín llamado Dani, una especie de Lorenzo Llamas con porra y esposas, que se infiltró en los movimientos okupas e independentistas catalanes tratando de obtener información sensible sobre varios grupos antisistema, y que mantuvo entre 2020 y 2022 relaciones afectivo-sexuales con ocho activistas, cinco de las cuales le han denunciado al conocerse los hechos.

Con independencia de los aspectos jocosos de esta historia, que han sido ampliamente comentados en medios y redes sociales dando rienda suelta al desbordante ingenio nacional, el tema resulta interesante desde el punto de vista jurídico. La querella presentada por varias abogadas del entorno radical sostiene que el policía pudo cometer los delitos de abusos sexuales continuados, tortura o contra la integridad moral, descubrimiento de secretos e impedimento de ejercicio de los derechos civiles, “dado que habría utilizado las relaciones con las activistas con el objetivo de entrar en espacios políticos de la sociedad civil”.

En cuanto a las supuestas “agresiones sexuales”, la querella argumenta que “no puede existir consentimiento si no es libre e informado” y que las mujeres “no hubieran consentido si hubieran sabido que se trataba de un agente de policía español”. Las abogadas redactoras de la querella cargan las tintas en este tema diciendo que el policía ejerció “violencia sexual institucionalizada”, ya que supuestamente habría utilizado las relaciones con las activistas para “acceder a sus informaciones íntimas, personales y políticas”. Y argumentan que “la infiltración de agentes policiales sólo tiene justificación legal en el marco de la lucha contra el crimen organizado o el terrorismo”.

La gran pregunta que viene tras esta sorprendente batería de acusaciones es si, aparte de imaginarnos la entretenida puesta en común de todas sus experiencias entre las ocho mujeres afectadas -que da para construir el argumento de una exitosa serie de Netflix-, la querella puede tener algún recorrido judicial. Porque, si entramos en el espinoso tema de las personas que mienten para mantener contactos sexuales, uno tiene la completa impresión de que no bastarían los juzgados ni las cárceles españolas para acoger a los acusados tras cada fin de semana.

En el complejo mundo de las relaciones personales, existe una clara frontera que separa los actos contrarios a la ética de las actuaciones penalmente sancionables. Y no decir la verdad para mantener una relación sexual no traspasa los límites del delito. El Derecho penal debe ser siempre el último recurso o el argumento final (jurídicamente se habla de “ultima ratio”) para solucionar conflictos entre las personas.

Nuestro Código Penal contiene algunos artículos muy interesantes al respecto. El artículo 5, que dice que no existe pena si no hay dolo ni imprudencia; el artículo 20.7, que considera exento de responsabilidad criminal al que obra en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo; y el artículo 178.1, que entiende que hay consentimiento en las relaciones sexuales cuando se haya manifestado libremente mediante actos que, en atención a las circunstancias del caso, expresen de manera clara la voluntad de la persona.

Siempre se ha discutido, en el ámbito jurídico-penal, sobre la validez del consentimiento en decisiones complejas. Por ejemplo, la aceptación de relaciones sexuales sadomasoquistas, la cirugía transexual, la eutanasia, la desconexión de familiares de aparatos que les mantienen con vida o la aceptación de operaciones quirúrgicas comprometidas para la vida del paciente. Al final, las dudas suelen resolverse acudiendo a los principios generales del Derecho: exigiendo la mayoría de edad y el pleno discernimiento de la persona, y admitiendo -en general- la autonomía de la voluntad, con especiales prevenciones legales sólo en los casos de errores graves (no parece ser éste el caso) o ilícitas captaciones de la voluntad.

Considerar delictivo el hecho de que un policía no advirtiese de su condición profesional a las personas con las que mantuvo relaciones criminalizaría el mundo de la investigación y el espionaje, exigiendo una información personal exhaustiva que nunca suele proporcionarse en la práctica. ¿Debería una mujer que ejerció en el pasado la prostitución contárselo a toda futura pareja afectivo-sexual bajo amenaza de querella criminal? Comprendo el malestar de las activistas que advierten haber sido seducidas por un representante armado de su mayor “enemigo” político. Pero también podrían haberlo sido por un inspector de Hacienda, de Trabajo o de Sanidad, o por otra persona susceptible de obtener información valiosa sobre temas afectantes a su profesión.

¿Dónde ponemos los límites del Código Penal? ¿Cuántos seductores no habrán contado mentiras con descaro para encamarse con la persona deseada? El penalista Luis Rodríguez Ramos ha escrito una brillante Tercera de ABC lamentando la actual “inflación del Derecho Penal”. Todos deberíamos dejar de retorcer cotidianamente una de las ramas más delicadas del Derecho y escuchar, de una vez, a los que saben.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN MALLORCADIARIO.COM EL 13 DE FEBRERO DE 2023.

Por Álvaro Delgado Truyols