Incorporando al mundo del Derecho la terminología que había usado el filósofo y sociólogo polaco de origen judío Zygmunt Bauman en su obra cumbre, llamada “La modernidad líquida”, el notario de Madrid y buen amigo Rodrigo Tena, en conferencia pronunciada en la Academia Matritense del Notariado en el año 2009, acuñó el término “Derecho líquido” para definir la actual forma de legislar, caracterizada por la creación de normas amorfas, poco inteligibles, moldeables y adaptables a las conveniencias políticas del momento. La esencia tradicional del Derecho, o por lo menos de aquél Derecho que podríamos llamar “sólido”, ha sido siempre crear normas claras y precisas que sirvan de freno frente al poder arbitrario y a los posibles abusos de los gobernantes. Por el contrario, cuanto más “líquidas” sean las nuevas normas jurídicas -o sea, de menor calidad técnica, menos entendibles, más maleables y más dictadas para producir titulares en medios y redes sociales- menos limitaciones suponen en la práctica para quienes ostentan el poder. Siguiendo los conceptos expuestos por Bauman en su citada obra, publicada en el año 2000, nuestras normas actuales se caracterizan por ser precarias, provisionales, desconcertantes y, con frecuencia, efímeras y agotadoras. Y eso es así porque se suelen dictar de cara a la galería y con pocas ganas de que sean realmente eficaces e imperativas.
Trasladando esos conceptos teóricos a las normas hoy vigentes, encontramos en el año 2018 importantes demostraciones de lo que hemos llamado “Derecho líquido”. Empezando por Europa, donde los fundamentos de la Unión Europea -basados en un cuerpo legislativo que constituye una unidad política y jurídica supranacional a la que los diferentes Estados han ido transfiriendo su soberanía- se han visto resquebrajados por la sorprendente decisión del Tribunal de Schleswig-Holstein (el equivalente en España a un Tribunal Superior de Justicia autonómico o incluso a una Audiencia Provincial) de corregir y revisar la Euroorden sobre Puigdemont dictada por el Tribunal Supremo del Reino de España, en el bien suponer de que la pertenencia a la Unión -con todo el complejo proceso de homologación y adaptación que ello supone- facilitaría el intercambio jurídico entre los países comunitarios, basado en la confianza y el respeto mutuo que deben generar legislaciones hermanadas y sujetas a un poder ejecutivo, legislativo e incluso judicial común. Con todos los respetos, si un Estado ha de pasar un largo y duro proceso de integración para ser admitido como miembro de pleno derecho en la Unión Europea, carece de sentido que las solicitudes de su máximo Tribunal, cumplimentadas a través de un instrumento creado expresamente por la propia normativa comunitaria para facilitar la ejecución de órdenes judiciales, puedan ser revisadas alegremente en cuanto al fondo del asunto por un Tribunal regional que no ha realizado la instrucción y al que simplemente se ha remitido un breve extracto del procedimiento. Eso es, digan lo que digan nuestros políticos por pura conveniencia, sencillamente impresentable. ¿Para qué nos sirve entonces de verdad, cuando está en juego nuestra propia integridad territorial, un chiringuito tan caro como la Unión Europea?
Zapeando en nuestra legislación doméstica, encontramos ejemplos de lo que hemos llamado “normas líquidas” a punta de pala. Sin salir de Baleares, tenemos una serie de normas recientes que cumplen todos los requisitos de lo que amargamente retrataban, cada uno en su ámbito, los brillantes Bauman y Tena. Para empezar, la desafortunadísima reforma de nuestra principal norma autonómica en materia de Derecho privado, la Compilación del Derecho Civil de las Islas Baleares, realizada por la Ley 7/2017 del 3 de agosto pasado. Esta Ley, que se aprobó desoyendo las sugerencias de la prestigiosa Comisión Asesora del Derecho Civil de las Illes Balears (integrada por juristas de reconocido prestigio de diferentes campos del Derecho) por razones de pura conveniencia política, sustituyendo a la anterior por el nuevo “Consejo Asesor de Derecho Civil de las Illes Balears” (de composición puramente partidista), ha introducido en una norma técnicamente bien elaborada y que no causaba conflictos en la práctica tal cantidad de imprecisiones, ambigüedades y dudas jurídicas que ha acabado originando un montón de problemas interpretativos donde en la vida real no los había. Y todo por generar cuatro titulares de prensa y quedar bien con algunos colectivos cuyos votos interesa captar de cara a próximos compromisos electorales.
Idénticos argumentos podemos emplear para definir otras normas recientes de estos gobiernos que se autodenominan “de progreso”, tanto autonómicas, como la Ley de Urbanismo de las Illes Balears, la Ley de caminos públicos, la llamada “Ley de Memoria Democrática” o el Decreto-Ley sobre fondeos, como municipales, procedentes de los diferentes Ayuntamientos de las islas. Muchas de ellas están basadas en un espíritu absolutamente contrario al que debería presidir la elaboración de una norma jurídica: búsqueda de la justicia material, igualdad de trato a todos los ciudadanos con independencia de su color político y, sobre todo, vocación de generalidad y no de solucionar problemas o cuestiones concretas o particulares.
Además de todo lo anterior, ya puesto de manifiesto con bombo y platillo durante el propio proceso de elaboración de las normas, están las declaraciones consiguientes de sus protagonistas, que no se recatan en manifestar -una y otra vez- que determinadas normas se hacen siempre “a la contra” de alguien. Y así nos hinchamos a leer titulares acerca de que tal Ley se hace “contra” los hoteleros, tal Ordenanza “contra” las terrazas, tal Disposición “contra” los navegantes de recreo, tal otra norma “contra” los propietarios de fincas rústicas, o “contra” la memoria histórica de la mitad de la población, los cruceros, los monumentos antiguos, la circulación de vehículos, o contra el sursum corda…. Toda norma parece necesitar, para ser adecuadamente “vendida”, tener determinados enemigos claramente identificados por sus promotores, cuando el fundamento del Derecho debería ser solucionar conflictos y hacer “amigos”, y no crear, por puras razones sectarias o ideológicas -y de forma absolutamente inútil e innecesaria-, problemas nuevos donde había concordia vieja. Algunos deberían pensar que las obsesiones personales no se curan sacando normas, la mayoría de las cuales son un brindis al sol, sino en el diván de un profesional haciendo terapia.
Recapitulando todo lo anterior, quienes tenemos que manejarlas debemos decir a los que nos gobiernan y, especialmente, a los que nos legislan -de una forma torrencial pero realmente paupérrima- que sus normas recientes no nos gustan, que nos sirven para poco, que introducen confusión donde había claridad y conflicto donde había armonía, que tratan de crispar a la sociedad en lugar de apaciguarla, que no solucionan casi ningún problema salvo los suyos personales, y que suelen estar redactadas por juntaletras y no por verdaderos juristas. En definitiva, que suelen ser muy malas, tanto técnica como gramaticalmente. Y, además, que los profesionales del Derecho estamos sacando la conclusión de que quien hace reiteradamente leyes malas sólo puede actuar así por dos razones: o por incompetencia manifiesta o por intención de que no sirvan para mucho, en especial para controlar al poder, aunque sí para controlar de una manera abusiva a los ciudadanos. Ignoro cuál de las dos respuestas es la real, aunque la verdad es que cualquiera de ellas es pésima. Que elijan la que menos les duela.
Por Álvaro Delgado Truyols
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