Les confieso que tengo un problema bastante serio. Cada vez soporto peor el postureo, los mensajes huecos y las actitudes impostadas. Soy un fan absoluto de la normalidad. Pero de la antigua, no de ese extraño diseño de “nueva normalidad” que hoy algunos nos quieren colocar. Hay que saber que el talento o la valía para cualquier actividad humana se tiene o no se tiene, se adquiere, se trabaja, se cultiva o se desarrolla, pero resulta ridículo emboscar su carencia tras discursos vacíos, campañas de imagen o fatuidad reiterada en el comportamiento público o social. En una vida tan retransmitida por todos los medios posibles como la actual, resulta de completos estúpidos pretender aparentar continuamente lo que uno no es. Aunque ahora suframos la época del “relato”, tan vigente en la mente de nuestros políticos y sus poderosos asesores de imagen, siempre menos preocupados de que las cosas funcionen de verdad y mucho más pendientes de “vender” a la gente que las cosas van bien. Todo eso ocasiona que a nadie parezca importarle lo auténtico, la realidad de los hechos, de las actitudes y de las personas.

Es evidente que nadie regatea como Messi ni remata como Cristiano Ronaldo por copiarles sus peinados, sus tatuajes o las celebraciones tras sus goles. Que nadie actúa como Al Pacino o como Meryl Streep, o iguala las obras arquitectónicas de Frank Gehry o las esculturas de Alberto Giacometti por usar sus gafas o vestirse como ellos. Que nadie escribe historias sobre el mar como Joseph Conrad, o elabora cuentos misteriosos como Edgar Allan Poe por llevar una existencia aventurera o vivir en el límite de lo maldito. Que nadie canta como Freddy Mercury o como Amy Winehouse por atiborrarse el cuerpo con todo tipo de sustancias. Y que nadie toca la guitarra como Eric Clapton o como Paco de Lucía por gastar sus patillas o usar su modelo de pantalones. El talento es otra cosa, muy diferente de las modas, las poses y la apariencia. Deberíamos enterarnos de una vez.

Vivimos en la sociedad de la imagen, de la imitación, del selfie, de la sobreexposición permanente, de los flashes, de lo efímero. Erróneamente, nadie pretende destacar por sus cualidades o habilidades -que todos tenemos- sino por lo que exhibe o aparenta. Hoy cotiza más -en todos los sentidos- un youtuber o una influencer vendiendo su vida o aficiones que el trabajo de un ingeniero de sistemas, un experto en leyes, un matemático o un cirujano vascular. Las redes sociales resultan ser un pozo de odio o un enorme escaparate de todas las vanidades humanas, que esconde en la trastienda una gran engañifa destinada a anestesiar envidias, colmar egos desbocados o colocar productos engañosos o maltrechos. El mundo es un escenario virtual retransmitido a todo quisqui a la décima de segundo. Y el resultado es que la autenticidad, la reflexión, lo cultivado, lo duradero, lo sensato acaba no valorándose nada. No vende. No mola. No se compra. No importa. A muchos les da hasta miedo. Pero, en el fondo, es lo que realmente vale. Porque luego vienen las decepciones. Nada en la vida suele ser lo que parece, pero mucho menos si uno “compra” sólo lo que le quieren vender, sin conocer el producto verdadero o el auténtico pack completo.

Toda esta situación que vivimos en nuestro rabioso presente ya fue magistralmente anticipada por Mario Vargas Llosa en su obra “La civilización del espectáculo”, publicada en el año 2012. Poniendo especial énfasis en el mundo de la cultura –leit motiv básico de su ensayo- el Nobel hispano-peruano describió cómo las manifestaciones culturales y el talento artístico estaban siendo profanados por las nuevas formas masivas de comunicación en red, el auge del consumismo y lo efímero de las nuevas creaciones actuales, generando un mundo donde la anarquía y el relativismo estético se imponen y conducen a la vacuidad, la banalización y el egoísmo total de las personas. En definitiva, venía a decir Vargas Llosa que vivimos la consagración de lo relativo frente a lo absoluto, de lo aparente frente a lo real, de lo desechable frente a lo permanente, de la impostura frente a la autenticidad. Justo todo lo contrario de lo que la historia, la cultura y la propia vida habían representado para muchos de nosotros hasta hace pocos años.

El mismo fenómeno antes descrito se manifiesta actualmente en el agudo ataque de revisionismo que estamos viviendo desde la desdichada muerte de George Floyd en Minneapolis hace un par de meses bajo la rodilla asesina de un policía de raza blanca. Con la peculiaridad de que esa oleada de revisión implacable -bajo el amparo de la “corrección política”- está alcanzando no sólo al arte y a la cultura sino también a la historia y a los héroes del pasado, cuyos hechos y circunstancias vitales se juzgan con el desenfocado prisma del siglo XXI, y bajo una incultura e ignorancia generalizadas acerca de sus logros y trayectoria histórica.

Una sociedad no puede prescindir de su pasado y vivir sólo de lo actual, de las pasajeras modas posmodernas o de la impostura de cuatro descerebrados. Ni derribar sus estatuas y quedarse con los selfies. Ni despreciar a sus héroes y sustituirlos por mindundis. Ni difamar a quienes han construido grandes proyectos humanos por descubrir en ellos alguna flaqueza personal. Ninguno de nosotros soportaría en el futuro una revisión vital de tal calibre. Los iconoclastas contemporáneos pretenden desautorizar hazañas antiguas y sustituirlas por tendencias presentes, cuando su comportamiento personal dista mucho de la ejemplaridad que ahora exigen a esos heroicos sujetos de un pasado remoto cuya esforzada vida todos desconocen. Parece valer más la mediocridad actual que las glorias añejas, despropósito sideral que demuestra la estupidez generalizada que hoy nos invade. Si algunos supieran leer algo más que mensajes de móvil o comentarios en internet podrían conocer que el novelista francés Alphonse Karr les dio la receta perfecta: “la talla de las estatuas disminuye alejándose de ellas; y la de los hombres aproximándose”.

Por Álvaro Delgado Truyols