La victoria de Rafael Nadal en el Open de Australia constituyó un hecho emocionante y heroico. Jamás había sufrido tanto presenciando una competición deportiva, y eso que las he vivido durante años -como participante, dirigente y espectador- de todos los colores y en los más impactantes escenarios. Con lo que puedo imaginar lo que sufrió el protagonista de la gesta, hasta que -tras 5 horas y media de durísimo combate- alcanzó la merecida victoria.

Pero lo que hizo especial ese triunfo no fue el qué, sino el cómo. Ganar un torneo de Grand Slam -en el hiperprofesionalizado mundo del tenis actual- es una empresa complicada, al alcance de grandes talentos. Obtener el 21 Grand Slam de una larga carrera deportiva resulta algo verdaderamente excepcional, reservado a escasísimos genios elegidos. Pero ganar como lo hizo Rafa en Melbourne Park el domingo 30 de enero está fuera del alcance del común de los mortales. Corto de preparación, tras seis meses lesionado, con dolencias crónicas en varias articulaciones, sin un sólo juego cómodo, y perdiendo los dos primeros sets -y la mitad del tercero- contra un implacable número 2 del mundo, el ruso Daniil Medvedev -10 años más joven- cualquier otro ser humano hubiera tirado dignamente la toalla. Y se hubiera marchado a casa con el trofeo de subcampeón, unos millones de premio y la cabeza bien alta.

Pero Nadal está hecho de otra pasta. De una tan especial que, pese a sus propios sentimientos -reiteradamente manifestados-, no parece un ciudadano español. En un país que abomina públicamente del sacrificio y el esfuerzo, en el que quien destaca en algo genera envidias y resucita resentimientos, un ejemplo como el joven de Manacor descuajeringa el siniestro proyecto de ingeniería social que las mediocres élites políticas españolas, recogiendo la infame tendencia woke hoy pujante en el mundo occidental, aspiran a implantar en nuestra sociedad. Borregos blanditos, incultos y sin criterio frente a un gladiador irreductible, noble y educado, que deja hasta la última gota de sudor en una tarea de la que podría haberse jubilado con honores hace años, dedicándose a pescar desde su casa de Porto Cristo con dinero suficiente para mantener tres generaciones.

Pues, a pesar de la admiración general -en España y el extranjero-, no han dejado de aparecer los típicos odiadores, que hacen de las redes sociales la cloaca donde vierten sus siniestras deposiciones. Muchos resentidos habituales, concentrados en significados partidos de la extrema izquierda, afean a Rafael Nadal ser rico y ganar dinero. Como si no estuviera más que justificada la merecida recompensa económica a una carrera impecable, construida en un deporte individual con un ejemplo de comportamiento y el mayor de los esfuerzos. Lo que lleva a la conclusión de que estos tipos envidiosos y mediocres no odian la desigualdad, sino sólo el éxito ajeno. Por ello critican también a Amancio Ortega, e incluso a Scarlett Johansson por ser simplemente guapa. Justo las cosas que ellos no son. Y es que la envidia es el inagotable combustible del que se nutren siempre determinadas ideologías.

Otros haters destacados han sido los identitarios. Aparte de la ausencia de felicitación de ciertos Clubes de fútbol del norte de España, ha destacado entre todos el Vicepresidente de la Fundació Barça, que escribió en Twitter lo siguiente: “Rafael Navidad me ha dado angustia desde el primer día. Le meto en el mismo saco que a La Roja, el Real Madrid, Alonso y todo lo que represente al Estado enemigo”. Ese tuit no representa sólo la expresión de una ideología, por acertada o equivocada que pensemos que pueda estar. Es el fiel retrato de un miserable. Alguien que pretende así hacer méritos políticos, o que exhibe su odio de esta manera, no es más que un enfermo. Y debería ser recluido en un frenopático, junto a la momia disecada de algún jerarca nazi, para que se sintiera acompañado por espíritus de su nivel. Por cierto, el tipo se llama Alfons Godall Martínez, aunque oculta su segundo apellido en las redes sociales. Porque, viniendo de donde viene, seguro que odia hasta a su madre.

Aunque unos y otros no se den cuenta, su deplorable actitud resulta inconfundible. Radicales de izquierdas y fanáticos separatistas demuestran, exhibiendo ese resentimiento, ser más españoles que el toro de Osborne. Como escribió, hace casi dos siglos, el poeta catalán Joaquín María Bartrina:

“Oyendo hablar a un hombre fácil es

             acertar dónde vio la luz del sol

             si os alaba a Inglaterra será inglés

             si os habla mal de Prusia es un francés

             y si habla mal de España es español”.

España es el país del mundo en el que mejor se odia. En ningún otro lugar del planeta se desprecia a un exitoso compatriota de una manera semejante. Esos patéticos haters demuestran ser españolazos genéticos. Por mucho que les pese.

PUBLICADO ORIGINARIAMENTE EN OKBALEARES.COM EL 01 DE FEBRERO DE 2022.

Por Álvaro Delgado Truyols