He tenido ocasión de viajar recientemente a Nueva York, justo en las vísperas de la toma de posesión del nuevo Presidente norteamericano Donald Trump, personaje omnipresente en la ciudad, pues su apellido aparece en los rótulos de multitud de edificios a lo largo y ancho de Manhattan. Y una de las cosas que me había impuesto hacer, en un lugar que ofrece tantísimas alternativas, era visitar el Memorial y el Museo dedicados a las víctimas de los atentados de las torres gemelas, que fueron inaugurados por el Presidente Obama en mayo de 2.014.
Visitar la “zona cero” impone de entrada cierto respeto, recordando vivamente lo que muchos presenciamos por televisión hacia las dos y media de la tarde -hora española- del 11 de septiembre de 2.001. Pero, superado ese respeto inicial, y contemplando sin prejuicios lo que se ha hecho allí, hay que reconocer que para estas cosas -y para bastantes otras- los norteamericanos son realmente únicos. Es cierto que admirar el nuevo edificio One World Trade Center, de 541 metros de alto, con su parte superior invisible por las nubes, construido a pocos pasos de los que fueron derribados por aviones pilotados por terroristas de Al Qaeda, impacta bastante. Pero eso no es nada comparado con las dos enormes piscinas con cascada de agua por sus cuatro lados, rodeadas por los nombres grabados de todas las víctimas de los atentados, ubicadas exactamente en el perímetro de cada una de las dos torres que representaron por tantos años la parte más alta y reconocible del skyline de Nueva York. Después de visitarlo, creo sinceramente que es difícil erigir un monumento a casi 3.000 fallecidos con mayor sobriedad y elegancia que el que componen esos dos estanques bajo el nivel del suelo, acompañados por el impresionante Museo de 10.000 metros cuadrados situado a 21 metros de profundidad, y que conserva además en una zona reservada unos 14.000 restos de fallecidos no identificados o que nunca fueron reclamados.
Lo primero que sorprende a unos españolitos que visitamos este Memorial es el enorme respeto que el Estado norteamericano demuestra hacia sus ciudadanos -no sólo estadounidenses, sino de todas las nacionalidades- que trabajaban y murieron en las derribadas torres gemelas del World Trade Center. Y también, y eso es aún más llamativo para nosotros, el tremendo agradecimiento que ese enorme país exhibe hacia sus servidores públicos. El National September 11 Memorial Museum es, aparte de un espléndido homenaje a la memoria de las víctimas de la barbarie terrorista, un aún mejor reconocimiento al esfuerzo y heroísmo de bomberos, policías, militares, funcionarios del puerto, oficiales de protección civil y voluntarios que, entregando con enorme generosidad incluso su propia vida, se introdujeron en las tripas de los dos colosos en llamas para ayudar a sus conciudadanos en peligro. Observar esos restos de vigas, escaleras, vehículos, uniformes, aparatos de comunicaciones, instrumentos de trabajo y recuerdos personales, acompañados por innumerables fotografías y vídeos que reflejan lo mejor de la solidaridad humana, resulta realmente impactante para quienes procedemos de un país tan ingrato, miserable y desmemoriado como el nuestro. Hay que ver qué gran exhibición de civismo, gratitud y respeto puede contemplarse en las profundas entrañas del Lower Manhattan.
Pero no acaban aquí las muchas sorpresas que proporciona la Gran Manzana. Ya de vuelta hacia nuestro país, en el atascado camino al aeropuerto JFK, tuve una larga conversación con un amable taxista nacido en Bangladesh que llevaba viviendo 15 años en los Estados Unidos, a donde se había traído a toda su familia. Tras contarme que trabajó un tiempo en un Burger King de Filadelfia, y que desde el año 2.011 ejercía como conductor -con un reluciente Chevrolet de 80.000 dólares, de su propiedad- para Uber en Nueva York, me dijo, para mi sorpresa, que era votante habitual del partido republicano -aunque reconoció no haber votado a Trump– y que no sentía simpatía por Hillary Clinton, a quien muchos consideraban una pésima candidata. Y añadió que Norteamérica era un gran país, en el que trabajando se podía prosperar muy bien, nada comparable al desastre de su país de origen. Tras preguntarle inevitablemente por Donald Trump, que tomaba posesión de la Presidencia justo al día siguiente, y sus controvertidas declaraciones relativas a los inmigrantes como él, me contestó que Trump era un big mouth (bocazas), pero que el sistema político americano supone mucho más que su Presidente, con abundantes controles y muchos otros centros de poder, y que lo peor que podía pasar es que tuvieran que aguantarle cuatro años, en la certeza de que si lo hacía muy mal seguro que no repetía, cosa que no sucedía en muchos países del mundo, donde no había una democracia real. Y añadió que Trump había sido elegido porque había bajado mucho el nivel de vida de la clase media mientras Obama gastaba cada año más de lo que ingresaba, además de estar bastante hartos de poner siempre los muertos y el dinero para defender al resto del mundo, y que su mensaje calaba en mucha gente del interior del país.
Viendo su preocupación por la economía no pude menos que preguntarle por sus ingresos y por los impuestos que pagaba. Y, para mi sorpresa, me dijo que pagaba un máximo del 8,50% de sus ingresos, y que el resto -tras pagar la comisión de Uber- era todo para él. Cuando yo le comenté que en España teníamos sanidad, educación y servicios sociales gratuitos pero que pagábamos al Estado entre un 20 y un 50% de nuestros ingresos puso cara de pánico, y me preguntó cómo podía yo trabajar en un sitio así, añadiendo que prefería que el Estado no le quitase el dinero, que la sanidad y el plan de pensiones ya los elegiría y pagaría él libremente. Sólo se quejó de lo caras que eran las universidades americanas para sus hijos, aunque añadió que les ofrecían un buen préstamo para financiar sus estudios, a pagar después, cuando ya trabajaran y ganaran un buen dinero.
Como han podido ustedes ver, el estereotipo que nos trasladan habitualmente de los Estados Unidos se corresponde poco con la realidad, y cometemos el gran error de caricaturizarles, pensar que son unos palurdos y aplicarles nuestros rígidos esquemas mentales del otro lado del Atlántico. Su sistema, guste más o menos -a mí me encanta-, es radicalmente opuesto al español: se basa en la mínima intervención del Estado en la vida de sus ciudadanos, por quienes demuestra en todos los ámbitos un enorme respeto. Hacia los muertos y hacia los que viven, a quienes no achicharra a impuestos para sostener una Administración omnipresente, hiperprotectora y mastodóntica como la nuestra. Allí la Administración tiene la dimensión y la presencia justas, y trata a sus administrados como a verdaderos mayores de edad, dejando que gestionen solitos gran parte de lo que ganan. Y considera bueno que prosperen y se enriquezcan, eso sí, trabajando duro y no con mamandurrias ni chanchullos. Ni con el dinero de los demás, al que se tiene un respeto reverencial. En los USA piensan que si alguien se enriquece todos se enriquecen con él. Y encima eso gusta y motiva. Es cierto que el país tiene sus cosas malas, y que puede ser un lugar muy duro, especialmente si uno tiene poca afición al trabajo y mucha a ser mantenido por la cosa pública. Pero, prescindiendo de tópicos y de histrionismos políticos, que aquí también abundan y juzgamos con mucha mayor benevolencia, tenemos mucho que aprender de ellos. Por algo dijo Unamuno que el carlismo se curaba leyendo y el nacionalismo viajando….
Por Álvaro Delgado Truyols
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