La democracia liberal nació a finales del siglo XVIII como el gobierno “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, en inmortal frase de Abraham Lincoln -pronunciada en su famoso discurso de Gettysburgh- basada en el “We, the people” de la Constitución norteamericana de 1787, cuyo preámbulo dice así: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, atender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros mismos y para nuestra posteridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América”.
El objetivo de las primeras democracias modernas, nacidas de la lucha contra el absolutismo, fue garantizar la justicia y la igualdad de todos los ciudadanos para “fomentar el bienestar general”. Pero el paso de los siglos ha deteriorado gravemente el modelo original. En muchas democracias contemporáneas -dejamos fuera a las orgánicas y a las meramente aparentes, que de democracias no tienen nada- gobernantes poco escrupulosos han pervertido el sistema para, manteniendo las formalidades externas (elecciones periódicas, pluralidad de fuerzas políticas, imperio de la Ley, teórica separación de poderes), ir consagrando una mayor arbitrariedad con la finalidad exclusiva de conservar el gobierno.
Hoy existen dos claros modelos de democracias deformadas, que responden también a los dos tipos más frecuentes de gobernantes actuales: la democracia inspirada en el modelo populista y la fundamentada en el principio de la mínima decisión.
El modelo populista está en auge en el siglo XXI, y a él responden varios tipos de gobernantes contemporáneos: desde Trump, Milei u Orban en un lado del tablero hasta Sheinbaum (sucesora de López Obrador en México), Petro, Lula, Morales, Putin o Sánchez en el otro, incluyendo a partidos españoles como Vox, Sumar, Izquierda Unida y Podemos, y a los variados grupos nacionalistas. Todos se caracterizan por unos rasgos comunes -que cada uno impregna con sus particulares dosis ideológicas o identitarias- cuyo objetivo principal es polarizar a la población, requisito básico para su permanencia en el poder. Sus características esenciales son las siguientes: uso habitual de artimañas políticas e interpretaciones torticeras de las normas jurídicas, manejo obsesivo del relato mediático, huida del control parlamentario, colonización de las instituciones con personas afines, pretensión de impedir la alternancia política, y desactivación de los controles al poder (jueces, Tribunales Constitucionales, encargados de cuentas públicas, organismos estadísticos).
Frente al modelo populista se imponen, en otros lugares y como su mayor alternativa, los que he llamado gobiernos “de la mínima decisión”. Son aquellos que, vendiendo “moderación” como contrapeso al populismo agresivo, persiguen similares objetivos -la mera permanencia en el poder- por medios más amables, aunque igualmente poco beneficiosos para los ciudadanos: adopción de los mínimos compromisos posibles, realización de cambios formales para que nada sustantivo cambie, acercamientos cosméticos hacia los partidos de la oposición, y difusión mediática de ciertas virtudes conciliadoras que, en términos de bienestar público, acaban resultando inanes. Aquí podemos incluir a muchos gobernantes europeos de los últimos tiempos tipo Macron, Von der Leyen, Starmer o Scholz, y a la mayoría de dirigentes españoles del Partido Popular, encabezados por su líder Feijóo.
¿Resultan convincentes estos dos modelos hoy pujantes? Una democracia verdadera debería exigir el estricto cumplimiento de compromisos electorales y la ejecución de programas de gobierno efectivos. No deberíamos admitir los cheques en blanco cada cuatro años para que hagan lo que quieran con el poder. Ya no existen gobiernos “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. Solo expertos en el arte de mantener el sillón.
PUBLICADO EN MALLORCADIARIO.COM EL 23 DE JUNIO DE 2025.
Por Álvaro Delgado Truyols
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